Tanto lenguaje es el gesto de las manos, como el acento de los verbos escogidos. Navegando por la red di con el testimonio de Pascual Meiral, un cucharero de los montes pre pirenaicos, quien con particular maestría nos adentra en los secretos de su oficio. El proceso comienza con un paseo por el bosque cercano, con Pascual abrigado con una rebeca, y pertrechado con un hacha y una sierra pequeña.
Se trata de seleccionar unos troncos de boj. Las ramas con mayor reciura servirán para hacer cucharas, y las menos para su par de tenedores. Entonces se acuclilla y asierra las piezas por fragmentos, de tal guisa que a los trozos sobrantes se les llaman “limosnas”.
Allí mismo, “cende” con una cuña cada parte y las dos fracciones pasan a llamarse “toros”.
Ya en el taller se procede al “devastado” de las maderas, aún húmedas, y la cuchara empieza a tener figura.
Estas escenas tienen lugar en una humilde habitación, mientras un haz de luz penetra por la ventana y delata la piel curtida por el viaje del tiempo de Pascual. Entretanto, la fábrica continúa, y una colección de viejas herramientas cobra vida en contacto con la habilidad del artesano.
En una paciente lectura del tiempo tienen lugar las fases de “descollar”, “fondar”, y “renzar”, y la faena está a punto de ser rematada. Pero la “copa” del objeto da más trabajo y necesita de unos útiles, que se heredan generación tras generación. Así, se procede a “gubiar” con la gubia, y a “escavanar” con la escavanera.
Cabe decir que este oficio se hace sentado en un taburete, conocido como “caracol” o “tornillo”, y Pascual tiene un truco: se pone una alpargata usada en el vientre para ejercer presión a la vez que trabaja la incipiente cuchara.
Ya solo queda darle estética al producto, lo cual se llama “hacer los botones”, y tras “raspar” y “rozar” el proceso culmina con el abrillantado, que se hace frotando con un hueso animal. Al final, el secado en el poyete de la ventana nos llevará de dos a cuatro horas. Sí amigos y amigas, hay un amor infinito detrás de cada cuchara de madera, y hubo una época en que fue una industria esplendorosa.
El mismo amor que ponen los peones de una cadena de montaje, pero es verdad que te apena que estas vivencias tan bellas se pierdan por la velocidad de los tiempos modernos.
Pascual Meiral es el último mensajero de un oficio y de una España que se vacía sin remedio.
Al menos nos quedan las imágenes para el recuerdo, y un acervo en el léxico que no aparece ni en las consultas a la página de la Real Academia. Bravo por Pascual Meiral, el último cucharero. Bravo por la dignidad de los pueblos. Y bravo por idioma castellano.
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