Categorías: Opinión

Adiós a un hombre bueno

Hace algo menos de tres años permanecía yo todavía destinado en Ceuta, y un día me llegó un sobre oficial de los que con frecuencia recibía de la Comandancia General de la Plaza; pues, aunque mi condición era la de funcionario civil perteneciente a la Administración Central del Estado, era normal que recibiera invitaciones de dicha Comandancia, al estar entonces incluido en los protocolos tanto civil como militar de la Ciudad, invitándome a muchos de los numerosos actos militares que tenían lugar. Lógicamente, mis muchas ocupaciones de por aquellas fechas no me permitían asistir a todos los actos, y sólo concurría a los que entendía que no tenía más remedio que cumplimentar, para así corresponder a la gentileza de quien tuviera la deferencia de enviarme la invitación, normalmente, el comandante general o coroneles jefes de Unidad en su nombre.
Una de las veces abrí uno de los sobres, y vi que se me invitaba a la toma de posesión del nuevo teniente coronel que había sido designado para desempeñar la jefatura del Batallón de Zapadores, dentro del Regimiento de Ingenieros nº 7, Unidad tan querida en Ceuta, sobre la que he escrito numerosos artículos en El Faro, dados los excelentes servicios que ha prestado a Ceuta y el gran afecto que le tengo por los estupendos recuerdos que de ella me quedaron desde que el año 1958 ingresara voluntario con 16 años en el antiguo Grupo de Transmisiones nº 1 de Ceuta, del que dicho Regimiento trae su origen. Pero cuál fue mi sorpresa cuando vi que se trataba del teniente coronel de Estado Mayor Diego Bernárdez Gil-Fournier, para mí entonces desconocido, pero cuyo nombre y primer apellido rápidamente lo asocié a que podría tratarse de un hijo o familiar cercano del que fuera mi capitán en mi último destino militar en El Pardo, Diego Bernárdez Franco, al que hacía ya 45 años que no había vuelto a ver desde que causara mi baja definitiva en el Ejército.
Asistí a aquel acto militar, más bien llevado por la curiosidad, que se celebró en el Acuartelamiento del Regimiento de Ingenieros nº 7, en El Jaral. Y, efectivamente, nada más llegar, comenzaron a desarrollarse los actos de Ordenanza.  Con las tropas formadas por delante; en primera línea del personal civil asistente se hallaban los familiares y, más concretamente, al lado del coronel jefe permanecía una persona vestida de paisano a la que yo sólo podía ver de espalda. Pero, en el momento de la alocución final del coronel jefe del Regimiento, por cortesía, saludó al civil que estaba a su lado dándole cuenta de que la toma de posesión se había llevado a cabo con la consabida frase militar de “sin novedad, mi coronel”, haciendo alusión a que se trataba del antiguo coronel jefe del Regimiento de Ingenieros con base en Burgos y padre del teniente coronel posesionado. Y fue entonces para mí una inmensa alegría saber que, tal como lo había intuido, se trataba de mi antiguo capitán. Una vez finalizada la formación castrense, me acerqué a él, le pregunté si no me recordaba, y algo sorprendido me dijo que no, al igual que me hubiera ocurrido a mí con él si no hubiera sido por el conocimiento de su nombre y apellidos. Entonces, le mostré la carta que en 1967 me había dedicado cuando me vine de El Pardo a Ceuta, que desde entonces había tenido guardada como oro en paño y que me eché al bolsillo. Y, al ver la letra de su firma y mi nombre, sin decirnos nada más, nos miramos y ambos nos fundimos en un fuerte abrazo.
Hacía un día espléndido en Ceuta. Soplaba algo de brisa de poniente, de esa que suavemente acaricia el semblante y da visibilidad y blancura a la ciudad para presentarla todavía con mayor realce y vistosidad. Porque, qué bonita se ve desde allí Ceuta, contemplada desde el verde natural de aquel hermoso lugar rodeado de monte bajo con las más diversas especies vegetales, donde parece tenerse un encuentro pleno con la naturaleza, respirándose un aire puro y limpio, alejado del mundanal ruido y de la polución atmosférica, que parece dar savia nueva y oxigenar los cinco sentidos. Mirando hacia la parte de arriba  García Aldave, se puede divisar una preciosa panorámica: los Montes de Ceuta, las alturas hasta el mirador de Isabel II, con pequeños montes alomados, separados por largos valles, profundas vaguadas y verdes laderas.  De frente por el sitio opuesto, se divisaban perfectamente la ciudad, el puerto y su bahía, con los distintos buques de línea entrando y saliendo del muelle; al fondo la estampa señera del Monte Hacho, preciosa atalaya desde la que se divisan todos los confines; y, girando la mirada hacia el norte, el ancho Estrecho de Gibraltar, donde confluyen los mares Atlántico y Mediterráneo, ambos salpicados de numerosas embarcaciones que en una y otra dirección se cruzan en el Estrecho navegando hacia dos mundos: Oriente y Occidente. Y algo más allá mirando al mismo fondo se pueden ver a distancia la Península, de donde a Ceuta le embargan el cariño, la nostalgia y su españolidad.
Pues esta estampa tan preciosa de Ceuta, debió ser captada por los familiares del coronel Bernárdez al término de la parada militar, cuyos nietos varias veces tuvieron que ir a reclamarlo para que se uniera a la familia a fin de hacerse las fotografías de recuerdo a que el lugar y el momento se prestaban, porque tan embebidos estábamos los dos evocando los viejos tiempos vividos tantos años atrás, que sin apenas darnos cuenta ninguno de los dos queríamos separarnos. Es que eran 45 años tras los cuales volvíamos a reencontrarnos. Y he querido describir las circunstancias, el momento, el lugar y el entorno que aquel día nos rodeaba, porque estoy seguro que no escaparon a la perspicacia y buen pincel que tenía el coronel Bernárdez (mi antiguo capitán), cuyas excelentes cualidades pictóricas seguro que le hubieran llevado a dibujar un cuadro maravilloso de esa Ceuta tan preciosa, salpicada por todas partes de tan estupendas vistas placenteras, de numerosos encantos y de tan singular belleza.
Era también un gran profesional militar, al que le adornaban las acrisoladas virtudes castrenses que todo buen militar posee, sobre todo, un profundo espíritu militar, de cuya carrera castrense estaba enamorado. Prueba de ellos es que este  otoño pasado el hombre me hablaba todo ilusionado en sus correos de que uno de sus catorce nietos había aprobado como cadete de la Academia General Militar, a cuya jura de bandera asistió y me envió unas fotografías en las que se le veía todo contento y feliz.  Era también un gran experto en numerosas especialidades militares, tanto en materia de comunicaciones, como en construcción de puentes, trazado y funcionamiento de vías férreas y ferrocarriles y demás ramas técnicas propias de los Ingenieros militares, de las que también fue profesor en la Academia de Ingenieros de Hoyo Manzanares. Asimismo, se hallaba en posesión del título universitario de Aparejador. Y gustaba mucho de dibujar caricaturas y de hacer ilustraciones, para las que contaba con una habilidad innata que nada tenían que envidiar a los más afamados caricaturistas de periódicos y revistas. Cada Navidad por estas fechas me solía enviar postales de felicitación por él dibujadas que eran una verdadera obra de arte, y que conservo con especial recuerdo.
A partir de aquel día en que nos reencontramos en Ceuta, ya estuvimos conectados diariamente por correo electrónico, que nos intercambiábamos sobre los más variados temas, como pintura, música, arte, arqueología, historia, etcétera, porque, como mínimo, entendía un poco de todo. Y me expreso en tiempo pasado, porque el coronel  Diego Bernárdez Franco (mi antiguo capitán), lamentablemente, falleció el pasado día 17 de diciembre en Madrid, víctima de una penosa enfermedad que ha afrontado con gran entereza, dignidad y resignación cristiana. Había nacido en Jerez de la Frontera, de lo que siempre se ufanaba sintiéndose de ello muy orgulloso. Y era, sobre todo, un hombre bueno y una excelente persona, lleno de profunda convicción cristiana y modelo de excelentes virtudes en todos los aspectos de la vida. Ha sido para mí un verdadero privilegio y una gran suerte haber podido estar diariamente comunicado con él durante estos últimos años.  El día 16, lo llamé por teléfono para felicitarle estas Fiestas, y el hombre ya se mostró pesimista, a sabiendas de que su dolencia era irreversible; pero, eso sí, con toda entereza y sin ningún temor de lo que sabía iba a ser su destino final. Qué suerte de haberme podido despedir de él de viva voz precisamente el día antes de haber pasado a la otra vida, porque era modelo de las mejores virtudes que puede tener una buena persona.
Desde estas líneas, y enormemente afectado por tan triste noticia, transmito a su hijo Diego, a su esposa, demás hijos, nietos y familiares, mis más sentidas condolencias por tan sensible pérdida. Lo tengo presente en mi invocación y recuerdo, y hago mis votos más sinceros porque tenga un eterno descanso  en la paz de Dios.
Y, mi buen amigo Diego, adiós desde aquí abajo hasta allí arriba donde se dice que sólo estarán los escogidos, y que es seguro que usted ya tendrá reservado un sitial de honor entre los mejores, reciba el más grande de los abrazos.

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