Categorías: Opinión

Ademanes de una comparación imposible

Cuando una persona intenta igualarse a otra a menudo ya sea mediante razones sólidas o ficticias se sobreentiende el reconocimiento implícito que ello conlleva, al margen, por supuesto, de las sempiternas excepciones de turno. El vano intento de una parte considerable de la prensa más merengue que madridista de establecer un paralelismo entre las virtudes y los defectos del tal José Mourinho con Pep Guardiola es un buen paradigma de lo anterior. Sobre todo por el reseñable hecho de que  dicha corriente se desliza hacia un punto del que no retorna un parecer similar, es decir, mientras una parte importante del madridismo se fija en Pep con recelo y procura minimizar sus puntos fuertes y maximizar sus defectos estableciendo una comparación con José Mourinho, los culés ni por asomo se plantean nada parecido a la inversa, porque el luso, manido cada día más, ya no es referencia ni siquiera de lo pésimo.
Uno aboga por el fútbol de toque, de dominación, de presencia, en tanto que el otro plantea contragolpear cuanto más rápido y con menos elaboración mejor, como debe ser ejecutado un contraataque eficaz. Aquel asume su rol y, sintiéndolo dentro de sí mismo o no, se dedica a representar los valores de un club a través de un respeto destacadísimo, quizá excesivo para algunos, aunque personalmente dudo que uno pueda pecar por ser respetuoso en gran medida. Pep ha asumido que como trabajador importante, pero trabajador al fin y al cabo, de un club tan grande debe comportarse como el profesional que es, en un tono distante al que corresponde a su vida personal, esa queda a un lado. Evidentemente Guardiola no es perfecto, yerra como todos y cada uno de los que leen esta columna, y no le falta arrojo para reconocerlo, esencial.
La expresión de José Mourinho es opuesta. El actual entrenador del Real Madrid siempre se ha sentido atraído, y así lo ha puesto en práctica, por el despotrique sin honorabilidad ni respeto ninguno como medida de presión para allanar el camino que su equipo debe recorrer sobre los campos de hierba, donde se demuestra de verdad la valía tanto de los jugadores como del entrenador. A Mourinho le sobran palabras y le falta juego, aún mucho para definir un sistema característico y demasiado para marcar una era en el deporte moderno.
Se piensa con mucha frecuencia que los clubes con jugadores estratosféricos dominan el juego de por sí, que con ellos en las plantillas se pueden hacer las alineaciones sin dudas y que cuando salen al campo los mecanismos estratégicos se activan automáticamente para arrancar una cómoda victoria cuando no humillación, pero atendiendo a ejemplos recientes se puede decir que una reflexión de este estilo es una soberana estupidez. El propio del Barça del año 2008 nos puede servir de referencia. Nadie podía imaginar que ni tan siquiera el más grande de los entrenadores podría sacar de tamaña depresión al club azulgrana como lo hizo Pep, ni el más optimista de los culés podía soñar con ello. Para los aficionados en general se avecinaban tiempos tan oscuros que bien pudieran llamarse ciegos. No obstante, en contra de todo pronóstico Guardiola lo consiguió.
En cambio, el portugués jamás ha tenido que enfrentarse a una dificultad profunda en ninguno de los equipos en los que ha conseguido títulos importantes, y cuando le ocurrió (agudizado entre finales de su tercer año y comienzo del cuarto en Londres) Mourinho terminó abandonando el barco rumbo a Milán, donde, como poco, tenía asegurado lo que en Inglaterra ya no debido a la resurrección de los diablos rojos: ganar ligas. Ni hablemos ya del precio de las plantillas que ha necesitado Mourinho para recolectar sus trofeos, a la espera de lo que haga con la constelación blanca que tiene en sus manos en la actualidad, que cerca de 270 millones de euros después parece seguir buscando su brillo.
La comparación entre Pep y José Mourinho es imposible. Son dos conceptos diferentes de entender el fútbol y la profesionalidad, de trabajar y de afrontar los problemas que se les plantean. Dos modelos completamente distintos de abrazar el deporte y de asumir y fomentar los valores que este representa, más importantes que el deporte mismo. Las competiciones son excelentes campos de exposición de un sinfín de comportamientos y gestos que aspiran a ser constructivos, a enriquecer la sociedad como cualquier otro elemento cultural de valor. Los títulos son circunstanciales, un aderezo para culminar la estructura, un fin excitante, delicioso, divertido y además económicamente rentable, pero nada más. Lástima que haya quien no lo comprenda después de tanto tiempo.

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