Nuestra Ciudad en general, y el Ayuntamiento como su máximo exponente, se han convertido en una inmensa ciénaga de corrupción en la que todos chapoteamos fingiendo normalidad.
No resulta sencillo encontrar las causas que nos han llevado a este penoso estado. Algunas teorías apuntan a que el tradicional peso del contrabando (en todas sus modalidades) en el conjunto de la actividad económica ha ido generando una cultura de la trampa que se ha incrustado hasta formar parte de nuestro ADN. Otros, asidos a la antropología, lo imputan a la primigenia condición de ciudad-presidio. Lo cierto es que allá donde se quiera mirar, sea en el ámbito de lo público o de lo privado, todo está infestado por la corrupción. Universalmente consentida por acción u omisión. Como una segunda piel.
El Ayuntamiento, por su especial influencia en la vida pública (económica, social y cultural), es el escenario perfecto en el que se manifiesta con mayor rotundidad este fenómeno. La percepción de todos los ciudadanos es que allí nada se hace con estricta sujeción a la ley. Todo el mundo piensa que es preciso valerse de “un enchufe” para conseguir incluso las cosas más nimias. No es una percepción exagerada. Se aproxima mucho a la realidad. Llegado este punto, lo cómodo es aliviar la conciencia arremetiendo contra los políticos. La opinión pretende desmarcarse de la corrupción presentándose como una víctima inmaculada atropellada por políticos desalmados. Por su parte, los partidos lo hacen enfatizando las desvergüenzas de los rivales y disimulando las propias. Es una forma como otra cualquiera de perpetuar el problema. Porque lo cierto es que la inmensa mayoría de la sociedad es permisiva y tolerante con la corrupción. Se podría decir que incluso envidian a quienes tienen la oportunidad de practicarla. Pondré un ejemplo. Quienes critican con dureza el enchufismo del Ayuntamiento, no lo hace reivindicando que se cubran los puestos de trabajo de la función pública por un procedimiento selectivo objetivo e imparcial, lo que reclaman es que les toque a ellos el enchufe. Persiguen ser beneficiarios del enchufismo, no erradicarlo. Sólo así se explica que un partido reconocido como enchufista por todos (el PP), haya obtenido cuatro mayorías absolutas seguidas. Pero esto es sólo una muestra.
Lo sucedido con una adjudicación de las trescientas diecisiete viviendas, inventada y filtrada por intereses espurios (justificar compromisos inconfesables), es una prueba irrefutable de la gravedad de la situación. Un escándalo de proporciones mayúsculas que a nadie ha cogido por sorpresa. Desde hace años circula por la ciudad la certeza de que las casas de EMVICESA se obtienen previo pago de comisiones ilegales. Sin embargo nunca ha habido denuncias ni pruebas. La gente no quiere transparencia en las adjudicaciones (esto no se valora), lo que buscan es resultar adjudicatarios “como sea”, aunque sea pagando ilegalmente. Con el paso del tiempo, todos, partidos políticos, funcionarios y ciudadanos, se han ido acostumbrando a un sistema repugnante que, sin embargo, no ha ocasionado ningún quebradero de cabeza a ninguno de los implicados (los que pagaban conseguían casa, los partidos políticos no sufrían coste electoral, y los que se quedaban sin vivienda, acataban dócilmente las decisiones). Por fortuna, determinadas circunstancias (la decisión de revisar los expedientes uno por uno, alguna denuncia, y la extraña filtración) han permitido destapar la existencia de lo que sin duda será (ya es) uno de los casos de corrupción más estridentes de la legislatura. Y que debe servir para marcar la pauta del comportamiento de todos en el futuro inmediato. Porque este no es el único ámbito podrido de corrupción. Otras parcelas de gestión municipal también están afectadas en idéntica o similar medida.
Se nos ha brindado la oportunidad de plantearnos en serio la lucha contra la corrupción. Es el momento. El Ayuntamiento, referencia para tantas cosas en nuestra Ciudad, tiene que serlo también para alcanzar este objetivo. Sanear las instituciones es un compromiso moral ineludible, en el que todos nos tenemos que sentir concernidos.
Y debemos hacerlo aún sabiendo que tiene un coste que habrá que asumir. Los partidos perderán clientela y votos, muchos ciudadanos oportunidades inmejorables; pero a cambio habremos hecho algo que merezca la pena: restituir el incalculable patrimonio ético que ennoblece la vida de una comunidad.