Me escribe desde Madrid una simpática señora nacida allí -aunque con ascendencia ceutí- para relatarme la serie de problemas que han de afrontar los que podríamos llamar “jubilados de última generación” o incluso “jóvenes jubilados”, aquellos que perteneciendo a la que denomina “generación de la apertura” –la de una clase media/alta, cuyos padres ejercían una profesión liberal, eran militares de alta graduación, funcionarios de carrera, o empresarios bien situados, y sus madres amas de casa (sobre el papel de estas mujeres espero tratar en otra ocasión).
“Fuimos los primeros que nos atrevimos a preguntar a nuestros padres “¿Y eso, por qué?”, dice, aunque en su caso, y según reconoce, la respuesta solía ser “Porque lo dice tu padre” “No vivimos las penurias de la postguerra, ni nos faltó de nada“. “Conseguimos mucho: llevar negocios, estudiar en la Universidad, conducir y, sobre todo, decidir”, indica desde su perspectiva de mujer. “Hasta abrir cuentas bancarias sin necesidad de permisos paternos o maritales”. “Nos casamos y, a los que Dios se los dio, tuvimos tres o cuatro hijos, porque pudimos tenerlos y mantenerlos, así como darles estudios”. “Pero la cosa ha cambiado, a peor”, afirma mi amable comunicante, aludiendo a la situación actual de quienes, como ella, son ahora abuelos sesentones y jubilados desde hace poco tiempo, solicitándome que les dedique uno de mis artículos, lo que hago hoy, convencido de que se trata de un tema que merece ser debidamente considerado y muy tenido en cuenta.
“Somos abuelos a tiempo completo”, afirma con una frase bien descriptiva, razonando que cómo en los matrimonios de los hijos han de trabajar los dos para poder salir adelante, se piensan mucho ser padres, calculan al milímetro los gastos que ello supondría, y como no les es posible tener empleada de hogar, ahí es donde comienzan su “rol” los abuelos de hoy, como fácilmente puede comprobarse a la entrada o salida de los colegios, así como en parques y en otros lugares donde haya recintos con columpios, toboganes y demás aparatos para disfrute de la infancia.
En la generación a la que pertenece la mencionada señora ya trabajaron hombres y mujeres viendo de “color de rosa” una jubilación que proyectaban descansada, feliz, viajera y con nietos “para disfrutar de ellos”. Pero resulta que sus hijos han contado con ellos para ser padres, pues tras las dieciséis semanas de permiso de maternidad posteriores al parto, los abuelos ya deben entrar en acción. Los niños, a la guardería, y que los lleven y/o los recojan los abuelos, quienes por tal causa han de prescindir de la siesta para hacerse cargo de los nietos durante unas horas que –al menos según mi comunicante- se hacen muy largas, porque el nene o la nena, o ambos dos, muchas veces hiperactivos y siempre supermimados (esto último es aportación personal del autor), no paran ni fuera ni, sobre todo, dentro de la casa, donde hay que llevarlos cuando hace mal tiempo.
Y así es cómo, lejos de disfrutar de los nietos, los abuelos tienen que soportar esperas y después que si pis, que si lo otro, que si “chuches”, que si me ayudas a hacer los deberes… Además, todo lo anterior se agudiza cuando los papás quieren salir por la noche, o hacer un viaje sin niños, dejándolos a cargo de los abuelos. Y en vacaciones, abuelos con niños por todas partes. Hasta las actuales manifestaciones de jubilados pidiendo mejoras en sus pensiones suelen tener lugar en determinadas horas, porque la asistencia a ellas sería sensiblemente menor si se celebrasen al tiempo de recoger niños en el colegio, en la guardería, en el gimnasio, en las clases de idiomas i de baile, etc.
Lo antes descrito puede empeorar, además, en aquellos casos en que los abuelos han de ayudar económicamente a la familia de alguno de sus hijos, prescindiendo de parte de una pensión que, en muchos casos, es muy escasa. Todo sea por ellos, piensan, y se sacrifican siempre, porque, a pesar de todo, los quieren con toda el alma.
Como aclara la señora que me escribe, su perspectiva de la situación está referida a familias de clase media/alta, aunque supone que igual debe ocurrir en la media/baja, si bien opina que lo anterior no sucederá, como es lógico, en familias de clase alta con posibilidades para mantener empleados de hogar. Claro es que son los menos.
Poco o nada estoy en condiciones de añadir a lo anterior, ya que soy un jubilado procedente de la generación anterior, la llamada de los “niños de la guerra” y, sobre todo, porque en mi matrimonio no tuvimos hijos ni, consecuentemente, nietos. Cierto es que hace muchos años, y durante unos cuantos veranos, tuvimos con nosotros a cuatro sobrinos ya mayorcitos, con algún que otro disgusto, como –que recuerde- un brazo roto, pero sin más problemas, más bien todo lo contrario, pues eran –y siguen siendo- muy buenas personas.
De cualquier modo, y a pesar de mis nulos conocimientos al respecto, espero haber dado el debido cumplimiento al ruego de mi apreciada comunicante. Intuyo, sin embargo, que los problemas de la capital se reducen en ciudades menos populosas, y quizás algo más en Ceuta y en Melilla, dados nuestro particular horario escolar y las facilidades que ofrece la situación geográfica de ambas ciudades a efectos de la contratación de empleadas de hogar, lo que no excluye que nuestros abuelos también estén echando más de una mano.
Y si algo falta –que faltará- habrá de atribuirse a la total falta de experiencia en la materia de este colaborador dominical de “El Faro”.
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