Opinión

El abuelo

Hace muchos años, en una tarde de frío invierno, me contaron: “Yo era el mayor de los nietos y tenía mucha confianza con mi abuelo”.

El me depositó un sueño, tan bonito e interesante que me pareció un desperdicio no hacerlo público y dejarlo olvidado en los cajones, donde están mis apuntes almacenados.

La conocí en un pueblo. Yo tendría unos cinco añitos. Fuimos a visitar a unos amigos de mi familia. Eran muchos hermanos. Yo la verdad que me llevaba muy bien con dos de ellos que eran gemelos: Pepe y Juan.

La verdad de las visitas constantes de mi madre era el nacimiento de una niña. Sabemos que las mujeres aunque tenga cuatrocientos hijos si ven un recién nacido su instinto maternal hace estar allí con esa nueva criatura. Su nombre era Dulce.

Cuando fui mayor me explicaron que su verdadero nombre era “Dulce es el nombre del Señor”, pero para simplificar y hacerlo más corto se le llamo familiarmente Dulcecita. Cuando se encartaba, fuera por el motivo más insignificante, cogía mi madre a su prole y se dirigía a ese lugar que andando podría suponer una media hora.

Yo la verdad que también me quedé prendado por la belleza de esa niña tan chiquitita. Su cara, su cuerpecito, sus ojitos, confieso que me volvían loco.

Ya no era yo solo el que estaba encantado de ir por allí, también mis progenitores.

Aunque la coartada perfecta era correr con sus hermanos, cada cierto tiempo pasaba para verla. Cada día que pasaba, estaba más cautivado por ella.

Los años corrían como la espuma, aunque no nos demos cuenta. Y los juegos de vente con nosotros, pasaron a un poco más de seriedad a las preguntas ¿como estás?. ¿me añoras?.

En el transcurso de los años hubo un pacto de amor. Consistió en hacernos un corte en la yema de nuestros índices derechos y con el flujo natural de la sangre juntarlas y decir: “Somos marido y mujer”.

Ella fue la que me llevo a este juego que más adelante me confesó se lo había dicho una buena amiga y que con estos pactos nadie se escapaba de su vida. Y ella quería estar siempre junto a mí.

Yo tendría unos quince años y ella diez. Los besos vinieron mucho más tarde. Cuando pudimos estar solos. En esos días no estábamos libres de marca nunca.

La mili fue el principal detonante de nuestro amor. Aunque nos queríamos, el estar durante dos años sin vernos fue un gran suplicio. Cada día yo le enviaba una carta. En ella yo le contaba lo que hacía y mis pensamientos sobre ella y nosotros.

Hubo muchas declaraciones de amor. Que ella siempre las ponía en dudas por las distancias y como era yo. Según ella "un bala perdida".

Al volver a casa, mi padre se pegó a mi. Siempre me decía: “Te voy a hacer un hombre de provecho”. El era albañil, tenía mucho “curro” y yo estaba allí para ayudarlo y aprender.

Todas las tardes Dulce me traía la comida. Era el momento para conversar con ella, ya que de otra manera no la podía ver. Nuestro trabajo era de sol a sol, todos los días de la semana a excepción del domingo. Mi padre se dio cuenta que lo nuestro iba enserio y cogió una parcela donde el dejaba los sacos de harina y muchas cosas más y empezó ha hacer una casita para nosotros. Yo le ayudaba y todos los hombres de ambas familias. Las mujeres también empezaron a hacer el ajuar de Dulce y todos los días le metían manos a la obra tanto en mi casa, como en casa de ella.

Ya estaba más tiempo en mi casa que en la suya. Mi madre estaba súper contenta con ella y ella también la quería.

Y llegó el día que pactaron ambas familias. Yo tenía 23 años y ella los 18 recién cumplidos.

Fue preciosa. No tuvimos viaje de novios, pero aprovechamos bien los días que nos dieron de asueto. Una semanita.

Mi primer hijo lo tuvimos a los tres años. Fue un niño. Se parecía íntegramente a ella. Como la costumbre de aquí le pusimos los nombres de ambos abuelos. Y la verdad que no lo veíamos ni en pintura. Si no estaba en mi casa, estaba en casa de Dulce y así pasaban los días.

A los tres años se quedó nuevamente en cinta Dulce y esta vez fue una nena. Ya fue el remate de tomate. Tuvimos hasta poner un orden de turnos. Ya que habia peleas. Esta vez se parecía a mí madre y eso fue el desencadenante de una pequeña guerra por el nombre. Yo fui el pacificador y le puse un nombre que por aquí nadie lo tenía: Lucía.

Nadie lo comprendía. Pero yo sí. No hubo nadie que se llevará el gato al agua. Fue transcurriendo el tiempo y los niños se fueron de casa.

Nos dimos cuenta que verdaderamente lo que queda es el amor entre los dos y nada más. Es ley de vida.

Pero lo peor fue cuando se fue mi padre. Lo tengo grabado a fuego. Me vino a buscar mi hermana. Yo estaba arreglando un techo con mi hijo mayor. Me desplace lo más rápido que pude.

Me lo encontré postrado en la cama. Llevaba ya diez días. Yo sabía que no era normal para el, con lo activo que era.

Y me recibió con una cara muy feliz. Antes incluso de darle un beso me dijo: “Anoche estuve con mamá. Me cogió de la mano y me llevo a un prado. Ella iba vestida de blanco. Estaba muy guapa. Recogió unas flores y me puso una en mi oreja. Me dijo: Se que estás muy solo. Por eso te he preparado un lugar para estar los dos juntitos".

Yo capte rápidamente lo que me quería decir mi padre. Me caí rendido sobre sus hombros llorando como una Magdalena. Pero él me reprimió.

“oye no te pongas así. Me dio dos besos super sonoros y me añadió que se lo había encargado mamá. Y que te dijera: "Que junto a ella estaría muy feliz".

Cuando pude reaccionar salí de la habitación, mi hermana me miró y yo con la cara llena de lágrimas me fue de la casa. Termine de currar y cuando termine de cenar y contarle todo a mi mujer vino mi hermana a comunicarme el fallecimiento de mi padre.

Durante el velatorio les dije a mis hermanos todo lo que había acontecido en esos minutos finales que había estado con nuestro padre que Dios lo acogiera en su santo manto.

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