Dejamos Alcanzar de San Juan, donde otro convoy recoge a los pasajeros que van a tierras levantinas. El tren se pone en marcha de nuevo y dejamos las tierras de Ciudad Real para adentrarnos en los últimos 150 kilómetros que quedan para Madrid. El horizonte va dejando las mansas llanuras de la Mancha y va adquiriendo quebradura y altura a medida que penetramos en las tierras de Toledo camino de la capital.
Cerros, alcores, vaguadas, bosquecillos aquí y allá que dibujan un paisaje más íntimo, alejados de la soledad horizontal de los campos manchegos. El Tajo y su caudal de agua nos saludan timbrando el rizo de sus hondas milenarias para saludarnos. El Tajo baña Toledo en su curva de ballesta como dijera Machado. El Tajo como el Nilo que riega y da vida a las secas tierras de los faraones, revierte de este a oeste su riqueza hídrica a los terrosos surcos de las tierras toledanas.
Un cartel anuncia Madrid. El tren entra en Atocha. La estación estalla de luz en la acristalada geometría de su linterna central que, como una lluvia luminosa, desciende por toda la amplitud de los andenes y traduce un espacio físico, en otra realidad diferente donde la magia de las dimensiones de un punto distante de otro, buscara el trazo ilimitado de la inabarcabilidad del cosmos...
Los viajeros van y vienen por las escaleras presos cada uno de sus quehaceres. Todo es movimiento. Nadie se detiene. Nadie pregunta, todo es ajetreo de pasajeros que se arremolinan bajando o subiendo con una precisión que asombra en su perfección, Los altavoces anuncian la llegada y la partida de nuevos trenes. Y, en esta pérdida de conciencia, sumergidos entre los viajeros que buscamos la salida de la estación, al cabo de un buen rato, por fin nos encontramos a las puertas de Atocha.
-¡Taxi! ¡Taxi! ¡Taxi! –gritamos.
El taxi nos recoge y nos lleva al edificio donde se ubicaba el Departamento de Formación Náutico-Pesquera. Tomamos el ascensor a la 3 planta, y ante la puerta nos paramos un momento. Era el momento de la verdad donde Abdelaziz se jugaba su porvenir y al que nos habíamos dedicado en los últimos días. Tocamos el timbre y nos abre una funcionaria al que le apuntamos que deseamos ver al Sr. Fernández, con el que tenemos concertada una entrevista. Nos hace pasar. Y, después de unos momentos de espera, don Antonio del Valle Fernández nos recibe en su despacho.
Damián nos presenta y don Antonio -digno representante de aquellos altos funcionarios pulcros y eficientes que diera la prelatura del Opus Dei- nos recibe con extrema amabilidad. A continuación Damián pasa a explicarle la situación de Abdelaziz, y nuestro propósito de que iniciara los estudios náuticos-pesqueros. Después de oírnos atentamente, se queda un momento pensando, levanta el teléfono, hace una llamada y resuelve atender nuestra petición. No hay plaza en Cádiz, pero aún quedan vacantes libres en Galicia -no dice-; y, es claro, que esta oportunidad de ninguna manera se puede desaprovechar. Aceptamos la propuesta que generosamente don Antonio nos ofrece y que abre una puerta de esperanza al futuro de Abdelaziz.
Tras rellenar un cierto papeleo, nos despedimos de este alto funcionario representante de una nueva forma de atender la cosa pública, que nos conquistó con su eficiencia y su manera coloquial de recibirnos, cuando pareciera que la adustez y la sobriedad en las formas tradicionales debieran haber correspondido.
Salimos a la calle con la impresión de haber derrumbado los muros de Jericó, donde lo imposible se había hecho realidad. Donde tres muchachos habían conquistado la burocracia del Estado, con el sólo valor de la palabra. Las palabras que Damián, un sencillo pescador alicantino del puerto de Santa María, había conquistado el razonamiento académico de don Antonio. Es curioso y relevante, como muchas veces, desde la intelectualidad se aprecia y se valora las mentes sencillas pero despiertas de las gentes del pueblo. Don Antonio, aun estando en su formación académica por encima de la que hubiera podido adquirir Damián en su corta estancia en la escuela; sin embargo, sabía apreciar la inteligencia natural y la oratoria de un patrón del atura versado en lances de pesca y noches arrumbando un pesquero bajo la luz de la luna...
Atocha nos acogía de nuevo en su barroca estructura de hierro y vidrieras como una catedral mundana abierta a los viajeros. Ahora tocaba viajar al sur, al mundo de la luz donde el tiempo se para en las acequias y en el reflejo de las higueras en las aguas verdinegras de las albercas. Ahora tocaba viajar al sur y dejar en la brisa del mar, al pie mismo de su inconfundible olor a sal, y cantar la lucha de una generación por poner voz a los oprimidos y a los que sobreviven en las calles como la última frontera habitable por el hombre...
Tomamos el tren con la noche en ciernes, los últimos viajeros se apresuran a subir, el jefe de estación alza la bandera roja, se oye un silbido, y principian a rodar los vagones con algunos pasajeros diciendo su último adiós desde las ventanillas. El tren acelera su marcha y al poco las últimas casas de Madrid se emborronan en la obscuridad. Madrid ya es sólo una mancha en el paisaje... Dejo mis notas, la noche será larga en el traqueteo del roce de las ruedas con las vías. Todo se silencia, afuera una luna amarilla persigue al tren por los campos...
Habéis comprobado cómo nos persigue la luna cuando viajamos en tren; como se esconde tras una alta colina, o tras un bosque de árboles erguidos y llenos de sombras. Si acaso la casualidad haga que el satélite se halle próximo a su círculo creciente, entonces la noche se cubrirá de destellos plateados que rozaran los vidrios de las ventanillas de los vagones, donde brillara para cada uno de los pasajeros.
La luna nos acompañará en todo el viaje desde que se alce agigantada en un círculo gualda por el cardinal este, se eleve a su cenit por encima del convoy, y decaiga en el horizonte tras los últimos reflejos en los ventanales de los accesos del pasillo.
La noche en un tren siempre tiene algo de mistérica, de elucubración, de intercambio, de preguntas incontestadas, de dejarte llevar hacia lo desconocido en una duermevela donde el paisaje se adivina que cambia y se trasforma sin que puedas del todo apreciarlo. Abres los ojos y por la ventanilla pasan las sombras de árboles, de montes, de casas, de puentes, de luces de pueblos dormidos en las cuestas de unos cerros, de estaciones y pasajeros donde unos suben y otros se apean con el trajín de las maletas.
El expreso continúa con su traqueteo constante tan peculiar, que diríase que ese acompasado movimiento y ese sonido son la propia alma de los trenes; y, ahora, rueda imparable, impasible, ausente hacia el sur. Deseamos cerrar sólo un instante los ojos, porque aún nos quedan algunas preguntas por citar en esta noche tan sugerente donde los astros y las sombras, tal vez, en un susurro, desvelen algún secreto... Sin embargo, la noche se abre definitivamente al sueño, la luna aún alumbra su farol en una esquina, las sombras se hacen más largas en la llanura. Damián y Abdelaziz hace rato que duermen el sueño del viajero; y, en el silencio de esta hora trashumante, sólo se oye -como la única voz de los campos- el traqueteo y el sonido atávico del tren...
La noche, la noche en un viaje en tren es algo verdaderamente a considerar, a intentar desentrañar lo que a la luz del día el ajetreo de las circunstancias del momento no te permiten; sin embargo, en la obscuridad, en el silencio, en la somnolencia del viaje, el alma de cada cosa te azuza al oído las preguntas que desde hace tiempo rondan en tu interior con una necesidad irrefrenable. ¡La nit és llarga!, dijera Raimon(*) en su cançó, y efectivamente, la noche es larga, más larga y duradera que una noche cualquiera, porque es una noche viajera, donde a cada instante el paisaje cambia y se transforma: el llano en montaña; los viñedos en olivos; las fuentes y el río en campos yermos; la risa y el llanto: la alegría de una novia, con la tristeza de la mujer del emigrante; la ilusión con el abandono; la esperanza de los sueños, con el despertar en la mañana. Todo puede anunciarse en la búsqueda del sentido de la vida, mientras la luna persigue en su desnudez de plata, la silueta del tren fundida en las sombras de la noche...
(*) -Raimon es un cantautor valenciano, nacido en Xàtiva y perteneciente a la “Nova Cançó”, que empezó a conocerse con la canción “Al vent” en 1962.
LA NIT
-La nit,/ la nit és llarga, la nit.// Del treball tornen uns homes/ i al treball uns altres van.// La nit./ La nit és llarga, la nit.// Per a uns és nit de festa,/ per a uns altres nit de dol,/ de cremar amor, nit vella,/ de sentir la mort tot sol.// La nit./ La nit és llarga, la nit.// Tots la portem al cor,/ la nit./ Nits de déus,/ nits de dimonis,/ nits d'infants,/ nits de Nadal; // tantes nits perdudes/ que no tornaran mai.// La nit,/ que llarga que és la nostra nit,/ la nit.
LA NOCHE
-La noche es larga, la noche//. Del trabajo vuelven unos hombre/ y al trabajo otros van.// La noche. La noche es larga, la noche.// Para unos es noche de fiesta,/ para otros noches de duelo,/ de quemar amor, noche vieja,/ de sentir la muerte solo.// La noche./ La noche es larga, la noche.// Todos la llevamos en el corazón,/ la noche. Noche de dioses,/ noche de demonios,/noches de niños/ noches de Navidad; // tantas noches perdidas/ que no volverán jamás.// La noche,/ que larga es nuestra noche,/ la noche. (Raimon - 1964).
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