Abdelaziz era un muchacho magrebí de entre doce y catorce años cuando lo conocí hacía el año 1970. En aquel año estudiaba PREU en el Instituto de Ceuta -sólo había uno en la ciudad- y quiso la casualidad, que empezara a serme familiar en la puerta del garaje de mi padre, cada día, a la hora de almorzar.
Y, esta familiaridad diaria se debía a que a la hora del almuerzo en el cuartel de la Compañía de Mar utilizado por la Unidad de Transporte (Unidad Logística-ULOG23) -se ubicaba junto a los pabellones de la Junta Obras del Puerto en la Puntilla, que de manera popular le llamábamos el cuartel de camiones-, los niños y adolescente emigrantes de Marruecos, se allegaban a su portalón para pedir en unas simples latas la comida sobrante de la soldadesca.
En el garaje* nos reuníamos los muchachos de la Puntilla, que, a modo de club social, pasábamos las horas charlando o leyendo los libros que habíamos conseguido reunir, o bien jugando a las cartas, a las damas o al ajedrez. Y, en estos intervalos aparecían estos chiquillos alejados de cualquier programa social, que deambulaban por el puerto y la estación Ceuta-Tetuán, que esperando la hora de llenarse los estómagos, se acercaban a nosotros para pedirnos algún cigarrillo rubio de sabor americano.
De entre todos, Abdelaziz, era el más espabilado y el único que chapurreaba algo castellano; de tal manera, que comenzó a frecuentar nuestro garaje e ir contándonos la rocambolesca vida que había llevado desde que saliera de las calles de su Tetuán natal. Todo en él era irrealidad, rechazo, aventura, rebeldía, intranquilidad, temor, incluso unos ojos que imploraban, a todas luces, una mano amiga que le ayudara en el insoportable abandono en que se encontraba.
Durante un tiempo, Abdelaziz, se hizo habitual de nuestro club, y siempre alguno le traía algo de comer, además de la ración diaria que los militares siempre que sobrara del rancho de las ollas, le guardaban.
A menudo entraba en el garaje como uno más, y jugaba algunas partidas a las damas de la que era un buen jugador al cual era bien difícil ganarle. Y, tanto fue el cántaro a la fuente, que empezamos a preocuparnos por su lamentable estado y el futuro incierto que sin lugar a dudas parecía esperarle.
De tal manera, que unos de aquellos días de invierno donde parece que las fuentes de los cielos se hubiesen desbordado y la lluvia caía a cántaros, aparecieron los muchachos magrebíes calados hasta los huesos y titiritando de frío. Todos nos miramos y sin apenas articular palabra decidimos que aquella situación no podía continuar, y había que tomar una determinación que les diera a estos muchachos alguna posibilidad de llevar unas vidas algo más dignas; y, no tan expuestas a unas condiciones de miseria insoportables que, pese a nuestra poca experiencia y conocimiento en estos menesteres de pobreza extrema y migración, nos parecía evidente la injusta y precaria situación de estos primeros emigrantes que tuvimos la oportunidad de conocer.
Cada uno de nosotros expuso algún pretendido remedio para solucionar el abandono de los muchachos, a saber: ¿Qué si los llevábamos al Ayuntamiento? ¿Qué si se quedaban a vivir en el garaje? ¿Qué si llamábamos a la policía y los llevara al asilo de huérfanos de Hadú? ¿Qué...?
Y, quiso la fortuna que pasara por allí Manolín Mesa con su coche a preguntar por su hermano Santiago, que andaba con nosotros... Y, viendo aquella circunstancia tan dramática, propuso llevarlos al centro de Nazaret**, un complejo nuevo para asistencia de mayores que se situaba en Benítez en la carretera del pantano, y que había sido creado por un grupo de ceutíes sensibles a estas cuestiones caritativas y cristianas.
A todos nos pareció bien la solución de Manolín, así que se lo hicimos saber a los chicos emigrantes que Abdelaziz les traducía nuestras palabras, y que pasado un rato insistiendo en nuestra propuesta de que no había otra alternativa mejor, por fin aceptaron y nos encaminamos a partir al centro asistencial y de acogida.
Nos montamos en el vehículo -un Ford de color verde de trinca, que el pulcro y atildado propietario se encargaba de que reluciera más que los chorros del oro- donde íbamos apiñados y estrujados unos contra otro. Manolín arrancó el motor y tomó el volante en dirección al término de Benítez.
El cielo continuaba diluviando, y los parabrisas no dejaban de ir y venir arrojando el agua de los cristales, que si bien permitían ver la carretera, el vaho de nuestras respiraciones iba empañando peligrosamente la visión.
Iniciamos la empinada cuesta de la carretera que conducía a las instalaciones de Nazaret, no sin antes Manolín, abrir unas de las ventanillas pese a la lluvia, para que se aclarara el parabrisas y columbrar con seguridad el camino de acceso.
Nuestra llegada a Nazaret con los emigrantes marroquíes no acaeció con el amor fraterno que nosotros esperábamos a nuestra sensibilidad y caridad cristiana mostrada a estos muchachos. En nuestra ingenuidad propia de la juventud, pensábamos que el Evangelio de Cristo llevaba la impronta de atender la necesidad primera de aquel que lo necesitase sin tener en cuenta cualquier otra circunstancia añadida; sin embargo, aquellos primeros «menas» representaban una carga, y el Centro prestaba otras necesidades diferentes a las que nosotros -en nuestra mejor intención solidaria y compasiva- les acabábamos de traer y que en cierta manera les responsabilizaba, dada la vinculación cristiana del Centro.
Sin embargo, el tiempo de perros que aquel día tuvo la casualidad de presentarse en ciernes, jugó a nuestro favor y a la de los muchachos.
Porque era evidente que un centro cristiano donde el amor era la mejor expresión de su propia naturaleza, se nos antojaba evidente que no se podía mirar para otro lado. Y, tras un tira y afloja argumentando por nuestra parte a que se quedaran, o por el contrario que nos los llevásemos de vuelta, la caridad que debía habitar entre las paredes de Nazaret para acoger con misericordia a aquellos que la vida los arrojaba al más atroz desamparo y a la desesperación, los responsables del Nazaret se hicieron cargo de aquellos abandonados de los hombres y de Dios...
Nos despedimos de Abdelaziz y de los otros muchachos, y de camino hacia nuestras casas -los pabellones amarillos de la Puntilla- en el magnificente Ford verde de Manolín, puedo contar: que ya no oía la lluvia golpear los cristales; sino que me sentía lleno de una dulzura nueva, de un nuevo compromiso con los descamisados y los desheredados de la tierra, que ya nunca abandoné a lo largo de los años que me ha tocado vivir...
Pasados los años, cuando recuerdo aquel acaecimiento, no puedo dejar de asombrarme por la sencillez de cómo podían resolverse las cosas, sin la complejidad y el hartazgo del papeleo administrativo que hoy son necesarios para que cualquier necesidad pueda resolverse; de tal manera, que a día presente sería del todo difícil, si no decir imposible que una acción humanitaria tocada con la impronta de la compasión, se pudiera llevar a cabo de manera tan natural...
Y desde esa distancia que dan los años, se me aviene una cierta melancolía a aquel impulso lleno de humanidad que tuvimos siendo apenas unos muchachos; nunca podía imaginar, que aquellos magrebíes que ayudamos a sobrevivir, tal vez fueran los primeros de una larga carrera que a día de hoy continúan llegando, huyendo de la guerra, el hambre y la pobreza, en países donde sus recursos naturales son expoliados por naciones ricas donde paradójicamente lucen las democracias...
(*) El Garaje lo utilizábamos como un club social donde los muchachos de la Junta del Puerto, a falta de otro local juvenil como los Scout o la OJE, nos reuníamos por las tardes y en verano por las noches, para charlar de las cosas que los muchachos suelen hablar, y que suelen ser las mismas en cualquier tiempo y en cualquier lugar...
De tal manera que reunimos una pequeña biblioteca y algunos juegos de azar, como las cartas, las damas, el ajedrez, el parchís, etc., dando como resultado que nos aficionamos al ajedrez disputando varios campeonatos, donde Paco “Potra”, solía siempre ganar. Sin embargo, la joya de la corona era la red celosamente guardada de nuestro campo de tenis, donde jugábamos en el nuevo llano de cemento, partidos interminables donde pasábamos más tiempo corriendo detrás de las pelotas, que manejando las raquetas.
Y, si bien en el ajedrez, “Potra”, era el mejor, en el juego del tenis, Pepe Sevilla “el gigante de Pasadena”, era el campeón, donde dada su altura, nadie podía contrarrestar su poderoso saque y, que lo peor no era perder el juego, sino ir a recoger las pelotas al final de los pabellones donde la solía mandar este muchacho... (**) Manuel De la Rubia era miembro fundador del grupo de seglares católicos ceutíes que a finales de la década de los 60 del pasado siglo promovieron el proyecto benéfico asistencial del que forma parte la Residencia Nazaret.
De la Rubia, junto a Francisco Lería, José Luis Iravedra, José Jiménez García, Santiago Ayora, Jaime Antón y otros, después de haber realizado los cursos de cristiandad, decidieron en febrero de 1967 fundar la Pía Unión de la Fraternidad en Cristo, aprobada y erigida canónicamente por el entonces obispo de la Diócesis de Cádiz y Ceuta, Antonio Añoveros Ataún, el 7 de julio de ese mismo año. La Residencia Nazaret fue el primer pilar de ese campo directo asistencial.
Fue bendecida por el entonces obispo el 15 de diciembre de 1968 y en el 73 se unió la institución del Amor Fraterno para la atención de niños y niñas con discapacidad, y en 1977 el Centro Escolar Amor Fraterno y la Residencia Betania del Monte Hacho. (Información de El Faro).
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