En cada ocasión en la que las fuerzas de seguridad del Estado se convierten en una de las múltiples manos del poder, para su propio beneficio, me pregunto qué parte de su principal deber no han entendido. Tal vez los responsables no son ellos sino quienes exigen bajos requisitos intelectuales y formativos para acceder a los cuerpos de seguridad, que apenas dejan lugar para que se pueda comprender algo tan esencial como su propio motivo de existencia. Claro que si se les exigiera más nivel y, por lo tanto, estuviera repleto de personas con capacidades más profundas, el control de dichos cuerpos no tendría la misma eficacia.
No solamente me abochorna que estas fuerzas olviden, en más ocasiones de las imaginadas, velar por el orden y el bienestar del ciudadano en pro de la ultra-defensa de los poderes (quienes, por supuesto, merecen su cuota de protección), sino la terrible incoherencia de que arrasen con aquellos que no solo defienden sus derechos sino también los de aquellos cuerpos del Estado, como trabajadores que son de este país. Al margen de divagaciones más o menos acertadas, es difícil comprender cómo un grupo de funcionarios puede rezumar tanto odio contra el pueblo, cuya defensa es lo único que le da sentido como institución. Sin embargo, es más incomprensible aún que el Gobierno defienda actuaciones que atentan contra la integridad física y jurídica de las personas, tratándolos como meras piedras que interrumpen un complicado camino sin clara desembocadura. En realidad, ¿qué más da? Todo se arregla con palabrería y el tendencioso dato de los agentes lesionados, siempre en un número ostensiblemente inferior al de los ciudadanos apaleados con durísimas armas.
Quién diría que se tratan de manifestantes que defienden los derechos de todos los trabajadores, y la vida de digna de cada uno de los integrantes de sus respectivas familias, y no de vándalos que se dedican a tomar las calles con el objetivo de enredar. Por desgracia, parece que para algunas personas una cosa casi significa la otra, quizá porque nunca hayan tenido la necesidad de conocer cuáles son sus derechos como trabajadores, ya que el destino les ha deparado unas condiciones económicas y sociales afabilísimas. Sin la necesidad acuciante de la urgencia todo parece menos grave y mucho más llevadero, esa es la impresión que se desprende en los momentos complicados por parte de los más pudientes, y, en efecto, solamente así puede explicarse la postura y la mentalidad de ciertas personas que, aunque se caiga el mundo, permanecen en una quietud más relajada que hierática.
Es posible que por esta misma razón los dominadores actuales del país pidan el esfuerzo de los demás y realmente no el propio, un lapsus mental y lingüístico que debería ofender a cualquier persona con un mínimo de empatía o solidaridad. Virtudes, o afortunados defectos, casi imposibles de detectar en el poder y en el acaudalado.
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