En sus rostros hay odio. Nos lo contaba ayer la mujer de un guardia civil destinado en Cataluña, de un antidisturbios que ya no sale por la calle con su uniforme, de un padre que recomienda a su hijo que en el colegio no cuente cuál es su profesión, como si ser hijo de un guardia civil supusiera ser un apestado. Esto está pasando ahora. O mejor dicho, lo estamos conociendo ahora por el plante nacionalista porque ese odio, ese desprecio lleva gestándose tiempo en una comunidad en la que hay miedo y también mucho silencio.
Es grave. Puede que usted no sea hija, esposa, marido o padre de un guardia civil y crea que ‘eso de Cataluña’ nos pilla lejos. En eso creo que los españoles estamos muy equivocados, sencillamente porque tocará un día en el que nosotros podamos sentirnos así. A mí la sensación no me pilla de lejos. Más bien lo contrario. Lo tengo muy fresco como todos los que venimos del norte. Esa sensación no es buena y en estos tiempos debería estar más que superada. Pero quizá seamos especialistas en hacer mal las cosas y nos guste crearnos problemas. Hoy, todo lo que está pasando es fiel reflejo de nuestro fracaso como sociedad, como nación y como pueblo. Como personas.
Hoy en Cataluña hay gente que tiene miedo como en su día se tuvo en el País Vasco y no podemos reprocharles que se callen, hay que estar ahí y saber cómo es el día a día en una sociedad gobernada por intolerantes que ahora se hacen llamar maltratados.
Que en pleno 2017 tengamos que leer que un niño no puede colgar la bandera de la Selección en el balcón para apoyarla recuerda lo peor de la condición humana, el dominio del odio, el racismo en su más pura esencia, la más peligrosa.
Se odia todo lo que ahora se rebautiza como extranjero cuando es lo nuestro. Se atenta contra los símbolos, se odia, se ataca... y esto no deja de ser triste porque supone el principio del fracaso de la humanidad. La nuestra, la de todos.