La Constitución española garantiza que los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. Este artículo de nuestra Carta Magna, que emana del principio de hermandad universal del cristianismo, parece importarles un bledo a muchos españoles a la hora de aplicarlo a los miembros de la Iglesia Católica. Es tal la persecución constante a los católicos en España, que ya parece normal cercenar los derechos a sus componentes.
Las declaraciones realizadas por un sacerdote en Madrid en el que reclama responsabilidad política y legal, por negligencia, al gobierno comunista que rige Barcelona, ha sentado como un revulsivo al fascistoide progresismo español, que con cierta intolerancia a la frustración es incapaz de asumir responsabilidades evidentes.
Este sacerdote es un ciudadano más y tiene derecho a expresar su opinión. Como sacerdote, además, tiene la obligación social y moral de denunciar las maldades que ocurren en nuestra sociedad.
Acusar al gobierno totalitarista del ayuntamiento de Barcelona, en la persona de Ada Colau, de negligente y colaboracionista por negarse a colocar bolardos para obstaculizar atentados, pese a la recomendación del Ministerio de Interior, no es más que una forma exacerbada, inherente al libre albedrío y la personalidad del individuo, de expresar lo que todos pensamos sobre el cúmulo de negligencias que pasivamente facilitaron el atentado.
En este país cualquiera puede ser imán en una mezquita y allí se puede promulgar consignas e ideologías delictivas, fomentar radicalizaciones, e incluso constituir grupos asesinos, y a nadie se le ocurre reflexionar sobre el papel de las mezquitas en el proceso de islamización como ideología política, y en algunos casos, más de los esperados, como centros de odio.
Mientras tanto, la propia doctrina católica explica que cuando un miembro de la iglesia comete un pecado, este afecta a toda la comunidad, por no hablar de la función modélica de los sacerdotes; por eso, lo normal en España para ser sacerdote es, además de tener el bachillerato, unos 6 años de estudio y retiro, una ordenación como muy temprana a los 27 años de edad, la obediencia y fidelidad a una jerarquía perfectamente definida, y un referente moral inmutable durante 2000 años.
A los progresistas les preocupa mucho lo que se dice en una iglesia, y lo que hace un sacerdote.
Y no un imán al que todos consideraban normal, incluidos sus viajes a Marruecos, Francia y Bélgica, sus antecedentes penales, y sus reuniones a solas con los jóvenes.
No puede pasar de rositas, el desmadre de un sistema autonómico de competencias que evitó la colaboración entre policías horas previas al atentado, la negativa de Colau a poner bolardos, la pasividad con la que la comunidad islámica de Ripoll asumió la radicalización de sus miembros, y la inexistencia de vigilancia en demasiadas mezquitas.
Pero ya saben el gran problema de este país, lo importante de este atentado es que un sacerdote con más emoción e impulsividad que prudencia, relató la verdad de los hechos de una forma desacertada, que le hizo acreedor de todos los males de esta tierra, y es que en esto de llevar la cruz, el cristianismo tiene dos mil años de experiencia.