La palabra es plata
y el silencio es oro
Refrán
¡Basta de silencios! ¡Gritad con cien mil lenguas! Porque, por haber callado, ¡el mundo está podrido!
Santa Catalina de Siena
Si hacemos caso a Platón, la filosofía pasa necesariamente por el diálogo. Y si tenemos en cuenta las palabras de Machado (“Para dialogar, preguntad primero; después ... escuchad”), entonces la filosofía no tendría que ver con un monólogo discursivo ni con una charla de bar, pues el diálogo necesita de individuos que se escuchen, es decir, que guarden silencio. ¿Cuál es el valor del silencio? O dicho más antropocéntricamente: ¿qué nos aporta el silencio? En un primer momento, podemos pensar que nos proporciona un estado de búsqueda de sí, de autoconocimiento, una posibilidad de parar el mundo y sus constantes estímulos y ruidos. Pero esto no garantizaría que nos propiciara, per se, un oasis de paz y de serenidad. Pues, ¿puede el silencio experimentarse como algo negativo? Al considerar la “mente de mono” (monkey mind, como suele conocerse a este fenómeno: el flujo de pensamientos automáticos y descontrolados en el que está inmersa de continuo nuestra mente) uno de los problemas crónicos del siglo XXI (móviles, series, partidos y redes sociales mediante), experimentaremos dificultades para generar un estado de ánimo íntimo, suficientemente sereno y, por ello, silencioso. Acostumbrados a vivir mecánicamente, parar un instante puede suponer una frenada brusca y desagradable.
Entonces, ¿se puede entrenar el silencio? Podemos pensar en algunas técnicas relacionadas con la meditación y la introspección, cuya condición indispensable es el esfuerzo y la disciplina, la constancia. Hay incluso una reciente proliferación de cámaras anecoicas, capaces de absorber ondas sonoras sin reflejarlas, que permiten, tras el riguroso pago por su uso, quedar aislado de sonidos. Físicamente no existe para nosotros el silencio absoluto, aunque solo sea debido al sonido de nuestro cuerpo (saliva, nervios, funciones digestivas ... ). No obstante, desde luego, se pueden generar las condiciones necesarias para que su experiencia no le suponga un trauma a nadie.
La RAE define en primer lugar silencio como “abstención de hablar”; la segunda acepción es “falta de ruido”. Y aquí nos llaman la atención dos cosas: una, no hay una definición oficial positiva de este término (se define por una ausencia o carencia de algo); dos, lo que falta no es el “sonido”, sino el “ruido”. ¿Qué es pues el silencio para nosotros? En relación al tiempo, una pausa. En relación al espacio, un refugio. Lo cual conlleva, al menos, una consecuencia, y es que el silencio no es en nosotros algo natural, es decir, que no somos silencio naturalmente, y es por ello algo que debemos buscar por voluntad propia. Sería entonces una estrategia para encontrarnos, una búsqueda que pasa por la necesidad de parar los sentidos, que están, de continuo, informándonos del mundo. Una manera de conectar con nosotros mismos, y de huir, por tanto, del barullo propio de nuestra existencia.
Sin embargo, ¿puede el silencio ser impuesto? ¿Puede ser opresivo, censor, aniquilador? Recordemos unos versos cantados por Atahualpa Yupanqui:
Le tengo rabia al silencio
por lo mucho que perdí
que no se quede callado
quien quiera vivir feliz
¿Qué relación tiene el silencio con la falta de libertad de expresión? No hay peor silencio que el de la imposición política. Aquí se plantea un problema candente, ya que pasamos a considerar la cuestión más como silenciarse, ser callado, y con ello, ponemos sobre la mesa la (auto)censura. Ahora el silencio implica prudencia, omisión, sigilo. Si, como hemos dicho, el silencio no es un estado natural, la censura política, social, cultural, tener que callar lo que uno piensa por miedo o peligro para la propia vida, implica una ausencia de libertad que nos desnaturaliza. En consecuencia, el silencio elegido supone un lujo, un privilegio de unos pocos. Una búsqueda interior de aquellos que, pudiendo hablar, callan, en contraposición a aquellos que callan porque no pueden no deben, o no deberían) hablar. En definitiva, no es lo mismo poder hablar y no hacerlo, que querer hablar y no poder hacerlo.
Como decía Antonio Escohotado, la realidad está llena de infinitos detalles, y describirla con exactitud es imposible. Así los conceptos, bien pensados, suponen ahondar en una problemática que invita a seguir dialogando.
Para concluir, un proverbio hindú (“cuando hables, procura que tus palabras sean más valiosas que el silencio”) y una recomendación: hablemos, expresémonos, digamos todo aquello que es importante (y ustedes y yo sabemos qué es lo importante). Después callemos, quedémonos en silencio con el fin, tal vez, de disipar todo lo insignificante, que es, con mucho, lo más ensordecedor. Quizás así sepamos distinguir las palabras de los gritos.
Rubén de Vera Gómez
Licenciado en filosofía por la universidad de Granada, actualmente ocupa su tiempo bailando swing, practicando yoga y enseñando a filosofar en un instituto de secundaria en Málaga