Cuando Gabriel Fernández Ahumada, técnico de Educación y alma máter de la restauración que se está llevando a cabo en las Murallas Meriníes habla de los nuevos materiales, derrochando esa pasión propia de los que son consciente de lo que entre manos se traen –nada menos que siete siglos–
cuando Alí Ahmed, presidente de la Asociación Vecinal de Poblado de Regulares, moviliza a niños como los que muestran las imágenes que acompañan el texto; y cuando éstos propios chicos acuden hasta situarse a los pies de las Murallas, es entonces, en ese preciso instante, cuando presienten que algo trascendente va a ocurrir, y ocurre.
Sobre esas lomas que mandó construir en 1328 el sultán Abu Said, ha dejado su huella el viento y la lluvia; el lienzo del artista y la fotografía del turista; la musa del escritor y la locura del cuerdo; ese ser humano caminante –nada errante– incapaz de poner el ojo en otro lado que no sea en el alcázar real, en los baños, en las mezquitas, en la alhóndiga oculta tras la tapia imponente.
Reconstruir una joya es, en cierta forma, conseguir el milagro de que todos aquellos que, en vida, lo disfrutaron, renazcan de las cenizas de la parca, paseen por los alrededores y abran con el corazón la Puerta de Fez, ganando el pulso definitivo a una muerte monumental.