Esta semana la he dedicado a reflexionar sobre las motivaciones que pueden llevar a determinadas personas a plantear un proyecto tan descabellado como el “Coloso de Ceuta” y a otras -entre ellas un indeterminado número de ceutíes- a apoyar este descomunal edificio de cerca de 200 metros de altura. A las primeras, al parecer vinculadas con un fondo de inversión con intereses en el sector del juego, es posible que no sientan ningún tipo de aprecio por un sitio como Ceuta. No conocen su geografía, ni su historia y mucho menos su patrimonio natural y cultural. Nunca han vivido aquí y, por tanto, no sienten nada por este lugar. Su único interés es obtener el máximo beneficio que puedan de un dinero que han ido acumulando gracias a su actividad empresarial, de la que no voy a entrar en valorar desde un punto de vista moral. Se nota mucho que en la presentación del proyecto que se ha filtrado a la prensa han utilizado la sencilla técnica del corta y pega. Si mañana tuvieran que cambiar la ubicación de este edificio a otro lugar de Ceuta o cualquier otro sitio tardarían unos minutos en hacerlo. Para los diseñadores de este tipo de proyecto el entorno no tiene ninguna importancia. Lo único que vale es su edificio: un icono llamado a convertirse en el faro que iluminará el futuro del lugar en el que se erija.
Como escribió Barry López en su obra “Sueños Árticos”, las empresas que explotan los recursos en el Ártico, causando graves daños ambientales, lo hacen desde el convencimiento personal de que sus objetivos son loables y compartidos con todo el mundo, ya que así contribuyen al “progreso” del sitio en el que se implantan. Gracias a su inversión dicen que crean riqueza y generan miles de puestos de trabajo. Desde el punto de vista de estas empresas, “la tierra tiene que producir alguna cosa (petróleo, medicamentos, alimentos, etc…) para que se le permita acceder a un cierto grado de dignidad. De lo contrario, no vale nada. Es una inútil tundra desértica. Una pérdida de tiempo”. Siguiendo este razonamiento, concluye Barry López diciendo que “basta despojar a una persona o a la tierra de su dignidad para poder urdir, con impunidad y con la mejor de las justificaciones, cualquier proyecto contra ellas”. Este tipo de negación de la dignidad del lugar en el que pretenden construir el “Coloso de Ceuta” la hemos leído en las redes sociales en estos días. Para algunos ceutíes estamos ante un lugar indigno, lleno de suciedad y ocupado por chabola que no merece la pena limpiar ni tampoco restaurar el fuerte declarado Bien de Interés Cultural localizado en las inmediaciones.
Algunos, cuando miran al Sarchal, no ven otra que un sitio abandonado y una oportunidad para ganar dinero. No son capaces de ver, a través de la superficie de las cosas, lo que hay más allá. En este sentido, comenta Patrick Harpur que “cuando sólo vemos con los ojos, vemos el mundo tal como aparece; cuando vemos a través de ellos, vemos el mundo tal como es. La primera es una visión literal; la segunda, la visión metafórica”. Si no hemos desarrollado esta doble visión el mundo carece para nosotros de profundidad y, por tanto, no podemos sentir la presencia del alma. Es el alma el que permite conectar con el espíritu del lugar y, de esta forma, transformar la contemplación de un paisaje en una experiencia sublime y significativa. Cuanto más dotamos al mundo de la imaginación, dice Patrick Harpur, “más alma adquiere y más alma nos devuelve, con su elocuente canto”.
Percibir el mundo de lo no aparente requiere una educación de los sentidos y una sensibilidad que la mayoría ha perdido. Las raíces históricas de la insensibilidad adquirida son mucho más profundas de lo que podría creerse. Cuando la Revolución Industrial se impuso en un breve periodo de tiempo se produjo una polarización ideológica entre dos grupos enfrentados: los románticos y los utilitaristas. Estos últimos venían a añadir una nueva categoría beneficiosa a las clásicas de lo bueno, lo verdadero y lo bello: lo útil. Sin embargo, los utilitaristas decidieron que la única categoría válida era la suya y las otras eran un freno para la imparable locomotora del progreso. Para desprenderse de la bondad, la verdad y, sobre todo, de la belleza, los utilitaristas cultivaron la insensibilidad estética para que la gente no tomara conciencia del desorden y la fealdad que su descuidado pragmatismo sembró sobre los paisajes y las ciudades. No menos importante fue el cultivo de la insensibilidad moral, física e intelectual que se consideró necesaria extender para que los ciudadanos no notaran los perversos efectos de la ideología utilitarista. El resultado final, tal y como explicó Lewis Mumford, fue la general desconfianza ante las emociones y la anulación de los sentimientos. De esta forma, “las emociones y los sentimientos aparecieron sólo en formas populares, subrepticias, vulgares y degradadas”. Llama la atención que Mumford utilizara con ejemplo para ilustrar esta degradación de las emociones y los sentimientos a “la veneración religiosa que acompañó la construcción del rascacielos norteamericano, el objeto más alto en la línea del horizonte de la ciudad comercial: cosa del otro mundo, hasta el punto de sacrificar el provecho mismo en la fanática busca de la altura”.
En el juicio intelectual entre partidarios y detractores de los proyectos promovidos por los abanderados del utilitarismo o liberalismo pragmático, como algunos prefieren llamarlo, se considera que la opinión de la mayoría es más objetiva y “realista” que los argumentos de aquellos pocos “sentimentales” que planteamos argumentos legales, intelectuales o estéticos en contra de las ocurrencias de algunos. Llevados por esta idea buscan la complicidad de ciertos medios de comunicación para defender proyectos como el “Coloso de Ceuta” al mismo tiempo que aprovechan la oportunidad para atacar a “aquellos de siempre” que, según ellos, nos oponemos al futuro y progreso de Ceuta ¿Quién puede oponerse al futuro cuando éste siempre está a las puertas? Lo que algunos olvidan es que el pasado no nos deja nunca, por mucho que algunos pretendan borrar sus huellas. Resulta del todo ingenuo y absurdo pensar que la solución para los importantes retos ambientales, económicos y sociales actuales estriba en la construcción de un edificio llamado a generar un impacto de tal calibre que disipará de un plumazo las sombrías nubes que se ciernen sobre nuestra ciudad. Este impacto lo único que lograría es desfigurar la imagen de Ceuta hasta hacerla irreconocible para los propios ceutíes.
Nadie tiene el derecho, en nombre de un supuesto “progreso”, de destruir el bello contorno de un lugar que hay que considerarlo una obra de arte esculpida por la naturaleza. Estos paisajes -y todos los bienes naturales y culturales que contienen- son el fruto de miles años de interacción entre el ser humano y la naturaleza, lo que ha definido la personalidad y el carácter de esta tierra. Lo menos que se merece este lugar es que lo tratemos con dignidad. Este mismo respeto hay que tener por la memoria de nuestros antecesores y por las generaciones venideras. La contemplación de los paisajes de Ceuta, de su naturaleza y de su patrimonio cultural permite a los ceutíes reconocernos como tales y mantener vivo y reconocible el marco en el que se ha desenvuelto nuestras vidas y las de nuestros antepasados familiares. Necesitamos este orden, esta permanencia y esta continuidad en nuestro entorno para sentirnos pertenecientes a un pueblo al que algunos dicen amar cuando lo único que buscan es su enriquecimiento personal. Desfigurar los paisajes de Ceuta es despojarnos del espacio y del tiempo sobre el que hemos construido nuestras vidas. La visión de sitios como el Monte Hacho aporta a los que amamos esta tierra serenidad, vitalidad, felicidad y alimento para nuestra alma. “No sólo de pan vive el hombre”, dice las Escrituras. Nuestra salud física y psíquica depende mucho de la calidad del entorno en el que vivimos y trabajamos.
No nos casaremos nunca de recordar que lo que vemos es lo que somos y somos lo que vemos. Yo veo a Ceuta como un gran templo sagrado que contiene la fuente del agua de la vida. Mi propósito no es otro que contribuir a la reconstrucción de este templo situado en “la confluencia de los dos mares” al que puedan acudir todas aquellas personas dispuestas a trabajar por la re-sacralización de la naturaleza y la renovación de la vida. Para ello no necesitamos rascacielos ni otras construcciones disonantes. Todo nuestro esfuerzo tiene que dirigirse a resarcir todo el daño que le hemos provocado a la naturaleza y el patrimonio cultural de Ceuta debido a la irracional creencia en el mito de la máquina. Este mito parte de la superstición de que el pasado nada tiene que enseñarnos y que sólo lo tangible existe. Cualquier cosa o persona que suponga un obstáculo al imparable progreso debe ser eliminada para que no sea posible deshacer el camino. No puede haber límite al crecimiento urbano y humano. Si no puede construir en extensión, habrá que hacerlo en altura o ganando terreno al mar, aunque ello suponga arruinar para siempre la belleza de lugares como Ceuta o arrasar con la biodiversidad marina. Ni los paisajes ni los fondos marinos tienen dignidad propia. Lo único que importa es que la megamáquina siga creciendo para que la fuente de poder y dinero no se agote.
Una de las críticas que me han hecho estos días es que vivo en el mito. Cierto, no lo voy a negar. Estoy plenamente comprometido con el mito de la vida. Los seres humanos siempre estamos inmersos en un mito, aunque no sean conscientes de ello. A Lewis Mumford hay que reconocer el gran mérito de identificar y caracterizar al mito de la máquina que avanza a gran velocidad animado por el imparable desarrollo de las nuevas tecnologías. Todos los mitos, tal y como explicaron con gran detalle C. G. Jung, M.Eliade o Joseph Campbell, tiene asociados sus propios ritos, sus divinidades, sus lugares de culto y sus iconos. No se equivocó Mumford al afirmar que el rascacielos, desde sus orígenes, se convirtió en uno de los iconos religiosos merecedores de ciega veneración y de todo tipo de sacrificios destinados a satisfacer al Dios dinero y al imparable poder del Homo Deus (Noah Harari). Los promotores del “Coloso de Ceuta” han sido muy hábiles cuando han reservado la planta principal del edificio al templo por excelencia de nuestro tiempo: el centro comercial. Pocos son capaces de resistirse a acudir a estos lugares del culto que tanta “felicidad”, aunque efímera, aporta a sus fieles.
Esta semana la he dedicado a reflexionar sobre las motivaciones que pueden llevar a determinadas personas a plantear un proyecto tan descabellado como el “Coloso de Ceuta” y a otras -entre ellas un indeterminado número de ceutíes- a apoyar este descomunal edificio de cerca de 200 metros de altura
Proyectos como el “Coloso de Ceuta”, uno más entre tantos rascacielos que están invadiendo el “skyline” de las ciudades españolas, sirven como termómetro para medir el grado de deshumanización que ha logrado la megamáquina, conducida por el complejo del poder, en la sociedad de nuestro país. Sus promotores no se preocupan mucho en definir con detalle sus proyectos en un primer momento, ya que su intención es simplemente exploratoria. Cuanto más descabellado es el proyecto más útil resulta para calibrar la viabilidad de futuras inversiones inmobiliarias. Les interesa conocer la receptividad de las administraciones, las organizaciones empresariales y sindicales, los partidos políticos, las organizaciones profesionales y la opinión pública, así como la resistencia de los colectivos ecologistas y conservacionistas. El resultado de esta investigación determinara su decisión y, en caso de ser positiva, definirá su estrategia y la planificación de sus inversiones. Todo estriba en contentar a los partidarios, convencer a los indecisos a través de los medios de comunicación que se presten a su juego y desacreditar a los adversarios. Como dijo el mítico rey Salomón, “no hay nada nuevo bajo el sol”. El resultado de la batalla dependerá, como siempre, de la fuerza que nos acompañan, de la habilidad, de la visión y de la valentía de los contendientes. No es la primera vez que David vence al gigante Goliat.