Estaba cómodamente recostado en mi salita, repasando los periódicos y canales digitales, cuando me llaman de UNICEF.
Una amable señorita me agradece mis años de colaboración, y me explica que con una pequeña subida se podría atender un tratamiento contra la desnutrición. Al parecer, con la administración de cuarenta sobrecillos de pasta de cacahuete puede evitarse el fatal destino de uno de esos niños, de vientre hinchado y mirada ausente. Aún hoy, mueren siete mil críos y crías, al día, a causa de la hambruna. Pero claro.
El caso es que, tras colgar el móvil, me quedé pensativo, sopesando las distancias que nos separan de lo verdadero y de lo importante. Y también, el grado de protección de que deben gozar los derechos humanos.
Así, reza en primer lugar de la condición humana, inaplazable, el derecho a la vida, al alimento. No cabe mayor indignidad como ser humano que ver a una madre con su hijo moribundo entre los brazos, y su gesto de impotencia, que debiera ser el nuestro.
De todas formas, no venimos al mundo solo con el libro blanco de nuestros días, sino con una moneda de oro, que es el símbolo de nuestro talento.
El sentido de la vida, basado únicamente en la provisión del alimento, es una visión muy pobre e insatisfactoria, y desoye nuestro potencial. El sentido hay que buscarlo en el crecimiento personal, en el desarrollo de un proyecto de vida, donde concurran el derecho a la educación, a la justicia, a la salud, a la familia, a la participación en la sociedad, a la plenitud, en definitiva.
En realidad, estos derechos, que definen la condición humana, no vienen predeterminados más allá de nuestra voluntad y nuestro sentido de la obligación. Más bien, se tratan de una intuición, de una fe, de una llamada que viene desde el interior.
Decimos pues, que los derechos están en nuestra naturaleza, en nuestra esencia, tanto como el instinto de supervivencia.
Sin embargo, en una humanidad despersonalizada, organizada entorno a los estados nación y el libre mercado, se hizo necesaria la formulación positiva de estos derechos, la integración en el sistema a través de una firma.
Es tan compleja la trama de intereses, y son tan flagrantes los antecedentes de ambición desmedida, que sería una imprudencia dejar el enfoque de los derechos humanos en manos de la filantropía.
Por tanto, el Estado debe ser el mediador entre la naturaleza humana, entre nuestro talento, y un sistema que fía todo a la productividad.
El Estado debe nivelar el terreno en dos grandes áreas, para que concurra ese equilibrio universal que es la igualdad de oportunidades.
La primera área, vendría a compensar las diferencias por razón de recursos económicos, favoreciendo el ascenso de clase. Toda juventud que demuestre esfuerzo debe gozar de un itinerario educativo completo.
La otra gran área que habría que nivelar es la que yo represento. Mediante la firma del texto de la Convención de la ONU sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, España se compromete a promocionar el proyecto de vida de un colectivo de tres millones de personas, y de hacer accesibles la sociedad y el conocimiento.
Con las correspondientes adaptaciones normativas podremos poner en valor nuestra fuerza de trabajo, conocida por su ilusión y espíritu de superación.
Está escrito: no habrá felicidad completa si no es compartida.