En el día dedicado a la mujer me siento en la necesidad y en la obligación de mostrar mi respeto, mi admiración y mi agradecimiento a una mujer concreta en la que resumo las cualidades de todas las mujeres con las que he convivido, con las que he trabajado y de las que he aprendido. Confieso con todo descaro que de todas ellas he aprendido a vivir, a crecer y a disfrutar. Hoy -os pido que me perdonéis- no me refiero, aunque también las aplaudo, a esas mujeres que los medios de comunicación presentan como modelos ejemplares de la lucha por reivindicar sus derechos humanos. Dedico mi homenaje a una mujer concreta que, con sus comportamientos, más que con sus discursos, me ha acostumbrado a escuchar, a contemplar y a meditar, a calibrar la importancia de los asuntos menudos y a interpretar los papeles secundarios a los que no solía dar importancia.
Hoy menciono, sin decir su nombre, a quien sin reservarse tiempo alguno y sin pretender destacar, con su lucidez, con su modestia y con su firmeza, ha contribuido, de una manera decisiva, para que realizáramos y culmináramos las tareas familiares y profesionales de las que, sin duda alguna, ella es la autora y la protagonista principal. Lo menos que puedo hacer es reconocer cómo, a veces sólo con su mirada limpia, refleja el resplandor directo de la satisfacción que ella experimenta por el “privilegio”, como dice ella, de acompañar en los momentos de alegría compartida y participar en las situaciones dolorosas logrando que la vida en común transcurra con dignidad.
Estas son las razones que, a mi juicio, explican la marea de respeto y de cariño que, inevitablemente, desbordan mi capacidad para explicar mi alegría y mi agradecimiento. Ante su grandeza y ante su sencillez sólo caben el asombro y el estremecimiento; sobran las palabras.