La palabra “enero” procede de la voz latina “ianuarius”, que significa “portero”, el encargado de abrir y de cerrar la “ianua”, la “puerta”.
Recordemos que la puerta, en la interpretación mitológica, era el lugar perteneciente a Jano -en latín, Janus, Dianus, el Apolo del sol- el dios tutelar de las puertas del cielo, de los caminos de la vida y del transcurso del tiempo.
Los romanos, para significar que tenía el don de recordar el pasado y de predecir el porvenir, lo representaban dotado de una cabeza de dos caras que estaban orientadas en dos direcciones opuestas.
También lo pintaban con una llave en la mano izquierda para expresar su convicción de que era el dios que abría el año. En la mano derecha portaba una vara que los porteros romanos utilizaban para defenderse. El templo en el que le rendía culto, cuando estaba cerrado, simbolizaba la paz, y, cuando estaba abierto, la guerra. La fábula pinta a Jano como el portero porque abre la puerta del año.
Al comienzo del mes de enero, la “puerta” que nos permite la entrada al nuevo año, nos resulta obligada una reflexión sobre el tiempo que, en contra de lo que nos dicen las ciencias, podemos perderlo y recuperarlo, pararlo y aligerarlo, estrecharlo y ensancharlo, alargarlo y acortarlo, enriquecerlo y empobrecerlo. ¿No es cierto que vosotros habéis vivido unos minutos larguísimos y otros cortísimos? ¿No es verdad que habéis revivido momentos de felicidad o de dolor? El tiempo, efectivamente, es un billete polivalente: su valor depende del empleo que de él hagamos.