A Eduardo Gallardo y a Anita Ramírez los heredé como amigos de mis padres. Porque sí, porque los buenos amigos se transmiten, se dejan en herencia para que te cuiden y que los cuides. Eduardo era un reconocido agente de seguros, pero también fue parte del Colegio de Agentes Comerciales, casi toda su vida profesional, como lo fue mi padre. Eso me permitió conocer al matrimonio y a sus hijos desde niño.
Pasó el tiempo, y en 1985, por deseo de Rafael Orozco Rodríguez-Mancheño, entré a formar parte de su equipo al frente de la Hermandad de Nuestra Señora de África, a la que se incorporó él también. Recuerdo de esa época las reuniones en el despacho parroquial así como las tertulias en las que me contaba su infancia, en su casa del final de la calle Real, y su relación con diferentes familias de Ceuta, muchas de las cuales hoy han dejado de tener presencia en la Ciudad.
Siempre me sorprendió su enorme capacidad de trabajo, cómo había construido un negocio próspero, la valentía en la defensa de sus ideas, y su amor desmedido por la Virgen de África. Porque Eduardo y Anita no faltaban nunca a ningún acto de la Virgen, estaban siempre prestos a hacer lo que fuese necesario para que todos entendiésemos que tenía que ser el centro de nuestras vidas. Y, además, Eduardo, como Anita, cuando hablaban de Ella, de cómo se habían visto acompañados y protegidos por Ella, se emocionaban hasta las lágrimas.
“Siempre me sorprendió su enorme capacidad de trabajo, cómo había construido un negocio próspero, la valentía en la defensa de sus ideas, y su amor desmedido por la Virgen de África”
Eduardo era un ejemplo de amabilidad, de caballerosidad, de cordialidad. En los momentos buenos y en los malos, ahí estaba Eduardo. Cada poco, pasaba por el Archivo General y me traía un programa, la última revista, una fotografía de una visita, una estampa… Al pie de mi ordenador hay una mini-capillita de la Virgen que fue uno de sus últimos regalos. Cuando ya sabía que la mis- ma enfermedad que había afectado a su mujer, iba a por él.
Así y todo, durante mucho tiempo, cuando paseaba por la Gran Vía me paraba para cruzar algunas palabras. En mi memoria está también el día en que le impusieron la Medalla de Plata de la Ciudad en el Salón de Sesiones antiguo. Es cierto que no leyó su discurso, pero sabía perfectamente lo que se estaba diciendo y tenía el orgullo doble de que lo estaba leyendo su nieto. Fue un día de mucha emoción para él y para quienes le acompañamos.
No sé desde cuándo era Caballero de Santa María de África Eduardo, supongo que de toda la vida. Tras muchos años como vice-hermano mayor, alcanzó el privilegio de ser hermano mayor de la misma y lue- go, simplemente por seguir cerca de Ella, continuó en la Junta. Porque lo importante no era el cargo, sino es- tar a su servicio.
Cuando nuestro secretario me ha pedido que hiciera unas líneas en su homenaje me he dado cuenta de que está llegando agosto y que Eduardo hace ya un año que no está aquí, que se ha reunido con Anita por fin. Sin duda hay nostalgia en mi recuerdo, en el de todos los que compartimos su cariño, pero nos queda la esperanza de que ambos estén muy cerca de Ella.