Volvieron a hacerse cargo valientemente Andreu Buenafuente y Silvia Abril de la patata caliente de conducir la gala de los Premios Goya. Tal y como hicieron el año pasado, hicieron lo que pudieron, muchas cosas bien, en otras patinaron, pero siempre fueron valientes para atreverse con todo. Hasta el punto de acabar la velada enseñándole ambos el culo a toda España y cualquier parte del extranjero que estuviese sintonizando la cadena pública. No se me ocurre otro nombre de humorista que hoy por hoy sea capa de semejante hazaña. No olvidemos que incluso el Presidente del Gobierno se encontraba, este año sí, en una de las butacas.
La entradilla con Jesús Vidal (Campeones) simulando que seguía dando su discurso un año después fue divertida y maravillosa como declaración de intenciones. Luego llegó el número musical y uno como espectador, acostumbrado al desastre cada vez que en los Goya se atreven a cantar y bailar, que es casi siempre, se remueve incómodo esperando lo peor. Sin embargo fue un número impecable, bonito y espectacular. ¿Qué estaba pasando? Pues no les había dado por hacer algo decente y todo…
Pero la cosa se fue desinflando a pesar de una preciosa actuación de Pablo Alborán con silencios desconcertantes, mal sonido y peor realización, que mostraba cabezas pasando ante las cámaras en más ocasiones de las recomendables. Los discursos volvieron a estar poco controlados y su duración, dando lugar a unos agradecimientos comprensiblemente largos en alguien que se siente en su momento de triunfo, pero impropios para gente de cine que debería entender a la perfección el lenguaje audiovisual y lo letal que esto es para el espectador. Igualmente desconcertante fue la elección de determinadas personalidades que pasaban por allí como Carles Puyol, Ona Carbonell o Rosa María Calaf. Lo que sí que se sabía, y aquello aumentó la leyenda, es que Pepa Flores, alias Marisol, no acudiría a recoger su premio honorífico. En su lugar lo hicieron sus hijas.
Los sketches fueron en su mayor número efectivos y simpáticos, equilibrando la mala baba con la elegancia, la bofetada con el guante blanco, y esta vez las reivindicaciones existieron, sólo faltaba, pero no fueron las protagonistas. Ambas cosas como deben ser.
El duelo Almodóvar-Amenábar, con permiso de talentos que también se dejaron ver e incluso ganaron, como el caso de Benito Zambrano, yendo ya a lo que los números nos resumen, se saldó con triunfo del manchego. Veremos si resulta antesala del Oscar, difícil aunque no imposible está…
Pedro Almodóvar con su total triunfadora Dolor y gloria, se llevó el Goya al Mejor Guion (y solamente es el segundo de su carrera), el de Mejor Película, Mejor Director, y así hasta siete. En cinco de los llamados “menores” se quedó la producción de Alejandro Amenábar.
Los momentos más emotivos de la noche fueron el reconocimiento a la octogenaria Julieta Serrano y, cómo no, no podemos despedir esta crónica sin mencionar que Antonio Banderas, en su Málaga natal, ganó el Goya al Mejor Actor por el papelazo que realiza desde la contención (él, con lo poco contenido que es) y el respeto de alter ego del director que le guía. Merecido y de justicia es reconocerlo.