Ya publiqué, en otra ocasión, un articulito que titulaba “Últimas Voluntades”, y conté algunas anécdotas que ahora vuelvo a recordar con ocasión de una reciente entrevista a los Morancos, donde, entre cosas, rompían una lanza a favor de los cómicos, raperos y humoristas gráficos, pidiéndoles a jueces y políticos que no sean tan puntillosos, tan “desaboridos”, cuando se vean caricaturizadas. Deben ser más indulgentes con lo paródico, pues la risa es el mejor antídoto contra las tensiones y crispaciones. No hay medicina más recomendable, decía Quevedo, que reirse de uno mismo. Y los Morancos lo ejemplificaban, contándonos el velatorio de su padre y el “caprichito” que éste le pidió a sus hijos antes del viaje. Aseguraban los sevillanos que jamás olvidarán lo que allí sucedió.
Sabemos que en el pasado, risa y llanto se mezclaban en estas reuniones alrededor del muerto, bien distintas por cierto a las de hoy en los actuales tanatorios, espacios con apariencias de hoteles minimalistas, fríos mausoleos donde el cadáver se expone en el interior de algo parecido a una damajuana floral. Lugares de silencio (así lo advierten las pegatinas en las paredes) en los que hasta los gemidos casi hay que emitirlos con sordinas.
¡Ay, de esas vigilias nocturnas, en tiempos de nuestras abuelas con sillas transportadas desde las casas vecinas; habitaciones llenas de mujeres (mi madre no se perdía ninguna) y que en algún momento el alboroto tomaba visos de fiesta cumpleañera con velitas y todo!. ¡Ay, de aquellos termos de café para ahuyentar el sueño, o los sabrosos bocadillos que calmaban los ruidos estomacales!. Cuando la noche avanzaba, se servía el tradicional caldito y tras él, en madrugada plena, las copitas de aguardiente dulce o de coñac peleón, de Borrás!. La inhibición no se retrasaba. El aquelarre daba entrada al maestro de ceremonia: el mariquita de turno. Vestidor de vírgenes en tríduos y novenas; amortajador, cuando solicitaban sus servicios. Él era el contador de los últimos chismes que corrían por el Rebellín; alternados con historietas subidas de tono, que enrojecían a las mocitas. Todo respondía a un protocolo, incluidas las plañideras, las lloronas contratadas, cuyos alaridos se expandían al exterior de la calle. En la de Duarte, donde nací, vivía Nieves, la más profesional e histriónica de todas. ¡Cuántas de ellas habrían ganado hoy el María de Eza o el de María Miaja.!
Pues bien, algo semejante, debió suceder en el velatorio del patriarca de los Morancos. Y es que sintiéndose que se iba, el pobre insistía que, de mortaja, le colocaran los pantalones vaqueros, auténticos americanos, traídos de Nueva York. Mas, así como hubo acuerdo familiar en la petición, difícil fue el consenso sobre la postura rockera que debiera adoptar en el ataúd, acorde con lo que exigía la prenda. ¿Cómo hacerlo? ¿De perfil y una pierna doblada? ¿Con las manos en la bragueta, a la manera de Michael Jackson, en vez de recostadas en el pecho?. Una y otra vez, insistían los Morancos, a nadie le pareció que había burla. Nada de falta de respeto. Todo lo contrario: se le despojó a la muerte de lo que tiene de tenebrosa y macabra, sustituyéndola por cosas del más puro y tradicional cachondeo español.
Igual que, cuando una dama ceutí (doña Careto la llamaban en mi familia por lo repeinada y repintada), que también le rogó a sus hijas la mantuvieran en el depósito de Santa Catalina el mayor tiempo posible, por si se trataba de una muerte aparente. Y que la vistieran con un sari hindú, de los que vendían los Kimatrai. Doña Careto estuvo expuesta el tiempo reglamentario, suficiente para que un modisto ceutí, Miguelito, llevase hasta el cementerio a parte de su clientela haciéndoles creer que era la Mata -Hari.
¡Ay, de esas vigilias nocturnas, en tiempos de nuestras abuelas con sillas transportadas desde las casas vecinas; habitaciones llenas de mujeres (mi madre no se perdía ninguna) y que en algún momento el alboroto tomaba visos de fiesta cumpleañera con velitas y todo!.
Caprichitos. Los tuvo igualmente, nada menos que Calderón de la Barca, al dejar escrito la serie de hábitos que habría de llevar al encuentro con el Padre Eterno; Empezaba por el franciscano; sobre él, el de los Agustinos, cubriéndolos, el de sacerdote, pues también lo era. De esta manera lo pasearon por Madrid, en ataúd descubierto. Toda una escenografía barroca para el más barroco de los escritores en lengua castellana. Y si quieren más del tema, lean la novelista Rafael Azcona Los muertos no se tocan, niño y llevénsela al primer velatorio al que han sido invitados.