Asentada en siglos de doma, látigo y evangélicas palabras de cualquier horizonte, la certera convicción de que todo se hace por nuestro bien sólo se deshace en la nada con el paso del tiempo y de las aportaciones de las historiadoras.
Quien ordena y manda (póngale usted nombre, color y marca de bota) sólo tiene una premisa: seguir haciéndolo. Venga de donde venga, y sea cual sea su presunta meta, quien se instale en su particular cima se plegará a los intereses espurios que sean necesarios con tal de continuar gozando de los privilegios habidos o por llegar.
Si demostrado está más que de sobra que el Poder corrompe, y que el Poder absoluto corrompe absolutamente –eso ya nadie lo discute- ¿por qué seguimos confiando y perpetuando este tipo de sistema vertical de forma ciega y abnegada e incluso nos oponemos –a veces ferozmente- a los avances?
Probablemente esta sea la pregunta clave para poder entender mejor toda la arquitectura de la sumisión.
Desde corta edad no sólo nos enseñan a aprender sin rechistar que quienes nos dirigen tienen la razón, sino que esa “razón” es indiscutible y que todos nuestros esfuerzos deben ir encaminados a asegurar, apuntalar y, finalmente, consolidar el sometimiento. Desde el “padrecito de la patria” pasando por “el mal necesario” hasta “por la gloria de Dios” todo ha sido y es válido para que la ignominia se vaya perpetuando.
Además, este perverso sistema no sólo nos encamina a agachar la cabeza servilmente ante las evidentes injusticias, sino que nos condiciona para que nos neguemos, a veces ferozmente como si nosotras fuésemos las verdaderas amas del universo, a cualquier tipo de cambio tendente a una verdadera emancipación del ser humano.
Instaladas en el “que todo cambie para que nada cambie”, nos hemos acomodado en esa zona de confort que nos procura el no pensar, entregando la voluntad que nos dejan tener en urna y papeleta, sin más acto de rebeldía que el de ir a votar (o no) cuando lo disponen las circunstancias. Y es que ya lo decía Coluche, el cómico francés que todo lo revolucionó: “Si votar cambiase de verdad las cosas, haría ya mucho tiempo que estaría prohibido”.
Sí, lo sé, las dictaduras son peores, y sobre todo menos sutiles, pero sigo sin entender por qué nos conformamos con “el menos malo de los sistemas” como tildó Churchill a las democracias.
Pues sin duda porque el Poder se blinda con el miedo inculcado. Ese miedo que nos atenaza, que nos impide avanzar, que ve en el color de la piel una amenaza, que nos hace ver enemigas en quienes tienen menos privilegios que nosotras, que nos tiene encorsetadas en el culto a la ama y que incluso nos llega a hacer pensar que quien nos mata a latigazos es digna de lástima por la de callos que le salen en las manos a fuerza de destrozarnos las espaldas, mientras nosotras seguimos remando en la misma dirección de siempre.
Sin embargo, y a pesar de lo que nos quieren hacer parecer, la estrategia del miedo en la que se basan las poderosas (porque nosotras lo permitimos, nunca se nos vaya a olvidar) es tan sólida como el humo, tan infranqueable como una línea en el suelo y tan irracional como inconsistente.
Para obviar toda esa contaminante basura, tan sólo nos haría falta dar un pequeño paso y considerar la Fraternidad como un fin, basarnos en la Libertad como base y la Igualdad como medio. ¿Utópico? ¿Ilógico? ¿Anormal? ¡Qué raro! porque cualquier texto religioso o político al uso (y al desuso) tiene una primera premisa: todas somos iguales. Visto que ya han dado el primer paso por nosotras, solo nos falta seguir avanzando y rechazar cualquier sombra de cadena porque desde el momento en que el miedo no les funcione, nada les funcionará… Nunca.
Miedo o Libertad, como siempre usted sabrá hasta dónde puede soportar ser una sierva de la gleba.