Miguel Ríos es el tipo de artista intergeneracional que da la impresión de haber estado siempre presente en nuestro panorama musical, y de que va a seguir ahí permanentemente. Icono del rock patrio y foráneo, este granadino militante se aferró al sueño en el que creía hasta en convertirlo en una increíble realidad. Todo empezó en 1960.
Ganó un concurso de Radio Granada interpretando el “You are my destiny”, del mítico Paul Anka. Toda una premonición. En 1963, España estaba profundamente sumida en el fango gris, color del garrote vil que asesinaba a los anarquistas Delgado y Granado.
Poco importó que el juicio estuviese amañado y que años más tarde se demostrara que las pruebas eran falsas... Pero eso fue después.
Ese mismo año, Ríos iniciaba su participación en las legendarias mañanas del sábado en el Circo Price. Como un islote rebelde en mitad del castrado pensamiento, esos conciertos de música “yé-yé” posibilitaron que la cultura se fuese haciendo un hueco de los de verdad.
En 1969, un año después de que Europa intentase asaltar los cielos, y de que el rockero grabara el legendario “el Río”, el del Polígono de la Cartuja arrasó en las listas de éxito europeas y estadounidenses con su inmortal Himno a la alegría. Adaptando el último movimiento de la V Sinfonía de Beethoven, lanzaba un mensaje de fraternidad nunca visto hasta entonces.
Con ese tema vendió casi diez millones de copias, cosechando además un reconocimiento mundial. Miguel Ríos era ya una leyenda. En 1972, los Conciertos de rock y amor supondrían un hito, con un innovador material de sonido traído directamente del Reino Unido.
Esos conciertos, donde se utilizaría por primera vez el rayo láser, fueron creciendo con una juventud que veía cómo no terminaba de expirar una dictadura que había lastrado a España con un brutal retraso cultural y vital (entre otras muchas cosas, claro).
El predicamento de Miguel Ríos entre las jóvenes iba creciendo exponencialmente y sus actuaciones colgaban invariablemente el cartel de no hay billetes.
En el año 1982, en un constante ambiente de golpe de estado, descontento social, ganas de recuperar el tiempo perdido y con un PSOE muy instalado en los premandos del poder, Miguel Ríos grabó un doble disco en directo que marcaría un antes y un después en la historia de la música española: el “Rock & Ríos”.
Alma libre y socialmente inconformista, las letras de sus canciones siempre han sabido navegar entre la hiriente ternura del desgarro que produce el amor, la lucha sin cuartel contra la intolerancia y la defensa del medio ambiente.
Después vendrían otros multitudinarios conciertos como “Rock de una noche de verano”, “Rock en el ruedo” o el delicioso “Big band Ríos”, sin olvidar los escenarios que compartió con Serrat, Víctor Manuel y Ana Belén en “El gusto nuestro”.
Fue el primero que se atrevió a mezclar los sones andalusíes con los acordes que popularizó Elvis Presley; fue también el primero en abanderar la lucha ecologista (álbum La huerta atómica o el tema Antinuclear) y, de nuevo el primer rockero en recibir la Medalla de Oro al Mérito del Trabajo.
El suma y sigue es interminable. En 2014 fue nombrado Hijo Predilecto de Andalucía y, en presencia de todas las autoridades, cargó duramente contra los recortes, afirmando que “el austericidio salvaje del desahucio de la democracia, que está teledirigido por las políticas ultraconservadoras, repercute en Andalucía y en el sur de Europa y nos obliga luchar por conservar derechos inalienables que ya habíamos añadido” al tiempo que no se privó de recordarle a las políticas que debían demostrar que eran “servidoras del pueblo”.
Demoledor. Una vez más, el que cantara en Banzaï que contra la violencia sólo se podía oponer la imaginación, volvía a demostrar que él también, como otras muchas y como el tema que daba título a su álbum del convulso año 1981, era un extraño en el escaparate.
Y en esas estamos. En unos tiempos en los que lo obvio se ha tornado excepcional, y en los que el pensamiento único parece instalarse como único pensamiento, las que se atreven a criticar las injustas reglas del juego son invariablemente tildadas de subversivas.
Lamentable. Volvemos al galope a épocas en las que las iglesias no eran una legítima opción personal sino una férrea imposición de estado, y cualquiera que osara hablar de laicidad arriesgaba el escarnio público en nombre de una tolerancia burdamente manipulada. Un bucle maldito en toda regla. De puta pena. Vivimos inmersas en un periodo en el que todas critican los abusos de poder de algunas políticas (no todas, lo reitero).
Sin embargo, en lugar de querer arremangarse para poner orden, parece que entre nosotras prima más ocupar el puesto de las corruptas que enterrarlas en el olvido. Obviamente, quienes hablan de una forma de hacer política para servir y no para servirse y de absoluta transparencia en las cuentas, son calificadas de extremistas, cuando no de necias. Brutal. Ahora vemos con absoluta normalidad que las neoseñoritas campen a sus anchas.
Creíamos, como ilusas, que ir eligiendo peones en la plaza del pueblo, como en las plantaciones, era algo que había quedado para los relatos inundados de rabia y lágrimas de mujeres como mi abuela. No obstante, aceptamos con servil actitud que nos impongan contratos de trabajo que valen menos que la basura, o que la generación más preparada de nuestra historia se vea abocada a la miseria, física o intelectual. Evidentemente, las que tienen el valor de alzar su voz contra esta caciquil forma de entender el mundo del trabajo/esclavitud, son sistemáticamente insultadas en coro, bajo el absurdo argumento de no querer favorecer el empleo.
Deprimente. Era de simpleza de espíritu pensar que la contribución del Estado para salvar a las grandes entidades crediticias iba a acabar revirtiendo de nuevo en la ciudadanía. No solamente eso no ocurre, sino que se permiten el lujo de amenazar abiertamente al Gobierno de turno cuando se insinúa (levemente) que podría establecerse una tasa a los increíbles beneficios de la banca. Las que sí ven lógico ese impuesto, porque lo lógico es que esos miles de millones vuelvan a quienes los desembolsaron, son vilipendiadas y etiquetadas poco menos que como irresponsables o totalitarias.
De locas. Da la impresión de que, en pleno siglo XXI, retornamos sin remedio, pero sin pesadumbre, a unas fechas en las que la escuela no era pública, y la que existía estaba en manos de las poderosas y era para las hijas de las poderosas. Quienes, como Ferrer i Guardia, se atrevieron a creer en una escuela racionalista y libre de dogmas fueron pasadas por las armas. Hoy, las que reivindican una educación pública de todas y para todas son censuradas y atacadas al mismo tiempo por las mediocres de espíritu y por las elitistas defensoras de la educación privada.
Desolador. Hace casi un siglo que figuras como el mítico Comandante Cousteau, lanzaban la voz de alarma. Gritaban con horror contra la destrucción del medio ambiente a manos del mayor y más despiadado de los depredadores: el ser humano y sus industrias contaminantes. Como todas deberíamos saber, hoy la situación se ha agravado exponencialmente. Ahora ya no se trata de una inmunda polución a mayor provecho de las grandes corporaciones, sino de una básica supervivencia a contrarreloj que corre frenéticamente en nuestra contra. Sin embargo, las poquísimas que se atreven a hablarnos -mirándonos fríamente a los ojos- de cambio climático y de destrucción masiva de la Tierra y sus recursos son, invariablemente, tachadas de ecoterroristas alarmistas. Consentimos que nos asesinen a cambio del papel moneda que engorda a las de siempre. Somos imbéciles.
El miedo ha sido históricamente el mejor combustible de la manipulación. En aras de la seguridad, siempre se han cometido las mayores tropelías contra los derechos civiles. Los pavores identitarios o religiosos son los que mejor funcionan. La táctica es simple: se agita al espantapájaros de cualquier peligro, poniéndole color o credo, y las cámaras de gas se ponen a funcionar.
Si creen que este H2SO4 exagera, las sangrientas cifras de la Shoah están ahí para ser consultadas y lloradas. Sin embargo, si alguna osa esgrimir el concepto de Humanidad, se la ridiculiza tildándola de utópica o, directamente de gilipollas. Parece que tenemos más sentido de blasón que de corazón, como si a dos mil kilómetros de aquí las personas no tuviesen hijas, no respirasen el mismo aire y no viesen amanecer como nosotras.
Para llorar. Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero de su elección ya no depende un escaño en tal o cual foro institucional, sino el mismísimo devenir del ser humano. Ya no hay lugar para la duda: o se atreve y toma las riendas de su destino impidiendo que decidan por usted y le continúen masacrando o, en poco tiempo, la esclavitud le parecerá una vida palaciega.
A partir de ahora mismo, le corresponde elegir si quiere seguir siendo una maniquí que obedece a los ordeno y mando con la mirada muy baja o una extraña en el escaparate que, para empezar, cuestiona, pregunta y se pregunta el por qué de la impuesta hecatombe que nos está sepultando sin piedad. Aunque no lo crea, la solución a tanto atropello aún sigue estando en su mano. Eso sí, poco tiempo le queda ya. Nada más que añadir, Señoría.