Nadie quiere morirse, aunque vivir en este mundo cada día, es más denigrante. Salir de éste e ir al otro, del que siempre nos han hecho creer que es como Isla Mágica o Disney World, es caer, estúpidamente, en el espejismo de una imagen, de tartita de cumpleaños, con la que convivimos desde que somos sacados del mismísimo útero.
Y siguiendo con lo novelesco, también nos han contado que iniciar el camino al más allá, es como traspasar una puerta y emprender un viaje al que, en verdad, nos llevan, pues ninguno lo hace por propia voluntad, a no ser que la desesperación nos enloquezca y a la existencia no valga la pena dedicarle un segundo. Son momentos excepcionales donde transgredimos las normas, claro que si de lo que se trata es de evadirnos, como hacían los románticos, no hay que tomárselo tan a pecho, pues ahí están los alucinógenos para echarnos una ayudita.
Tomar la autovía (ésta no empieza en la Marina ni acaba en Rabat) que nos conduce al más allá, es como agregarse a la Ruta Quetzal, el chollo, desde hace años, de la familia De la Cuadra Salcedo; o mejor, subirse al divertido tren de las escobas, el de las ferias, y que las continuas sorpresas sublimen nuestras culpas. Visto así el viaje a emprender, hasta puede resultar divertido. Pero sin olvidar nunca lo trascendental del hecho de morir, pues es la mayor experiencia que es ser humano tiene de la soledad. El que muere, siempre se sentirá solo, por muchas plañideras que en esos momentos acompañen al duelo.
En ciertas culturas, el viaje a Ultratumba se explica como si penetrásemos por una grieta estrecha de una escarpada roca (otro útero), o no adentrásemos en un cráter.
A donde vamos, no existe el tiempo y abundan las encrucijadas, que son las que ofertan las opciones a elegir. Por eso, el viajero, su espíritu, ha de ser muy cauto ante las pruebas a las que va a ser sometido. De ahí que, todavía vivo, deberá conocer las ofertas de transporte (el monopolio lo poseen las navieras, basta recordar al barquero Caronte), y hasta disponer de una cartografía donde estén señalados los pasos a seguir, las paradas obligatorias y las diversas fronteras. El mundo de los muertos, recordémoslo, mucho más que el de los vivos, está lleno de trampas que el alma debe sortear si lo que le interesa es alcanzar, cuanto antes, la otra orilla. Son en estas recomendaciones donde las religiones y los cancerberos que las gestionan, desde la cristiana a la musulmana, hacen su agosto, ofreciendo, como las actuales agencias, las ofertas tentadoras para ese crucero que nos llevará a la isla de la Felicidad. Y es aquí, en este negocio, donde truhanes, embusteros y fulleros se enriquecen, editando las consabidas estampidas de lo que podemos encontrar: castillos como los de la Cenicienta o Blancanieves, con puertas de perlas, calles asfaltadas de oro, ángeles ambiguos que tocan el arpa y miles de huríes, efebos, etc., ofreciéndose como mercancía humana. Así se inventan el Paraíso.
Mas, por el contrario, al viajero que no le acompañaban sus virtudes, sino sus vicios, por desgracia le retendrán el visado para continuar el peregrinaje, obligándole a permanecer en los umbrales de ese lugar que llaman Hades (el infierno), conviviendo con demonios verdes, porteadores de tridentes, vigilantes de altas murallas, coronadas por concertinas. De las profundidades del Averno, oirán como salen insufribles alaridos emitidos por ladrones, corruptos, asesinos, tiranos. Es la noche oscura del alma, donde el espíritu se batirá con sus fuerzas al mal, que al ser derrotado, le dejará libre para mostrarse grandioso, radiante, ya sin miedo y sin complejo alguno de culpabilidad. El detergente empleado para lavar nuestras culpas ha sido de calidad. Una vez más, se demuestra que la benevolencia de los dioses es infinita.