La política es una actividad inherente al ser humano en su insoslayable dimensión social. Sólo desde la anulación de la inteligencia se puede prescindir de la política.
Quienes abominan de ella, o sencillamente la orillan, abdican de una de sus más significativas responsabilidades en la vida. Quienes no aportan nada a la sociedad en la que viven se convierten en parásitos, quizá la cualidad más deleznable de cuantas deformaciones se puedan imaginar. En la vida todo es fruto del trabajo de los hombres y mujeres que habitamos el planeta. No hay más. La cooperación es el instrumento básico para hacer un mundo mejor. Y ello conlleva la necesidad de articular espacios de diálogo y entendimiento en los que decidamos sobre los destinos colectivos. Cada individuo tiene un protagonismo directo e indelegable en la construcción de la comunidad en la que desarrolla su vida. Y, sin embargo, cada vez son más las personas que se autoexcluyen de esta responsabilidad suprema. Empobrecen su existencia recluyéndose en unos límites impuestos por voluntades ajenas, en los que pululan entre efímeros intereses menores de escasa trascendencia.
Este proceso de embrutecimiento generalizado no es casual. Es el modo que han encontrado las élites que dominan el mundo, en las coordenadas actuales, para perpetuar su poder (económico y militar), subyugando a la inmensa mayoría. Utilizando las más variopintas y sofisticadas técnicas de persuasión, han llevado al ánimo de la población, (incluso lo están inoculando en el subconsciente) el convencimiento de que las personas somos minusválidos intelectuales, cuya única finalidad es convertirnos en eficientes y sumisas piezas de un engranaje productivo (que ellos controlan) a cambio de recibir una recompensa en forma bienes materiales identificables con la felicidad. Desde esta perspectiva, la política carece de valor. Los gobernantes elegidos (bajo una falsa apariencia democrática) no son más que unas piezas cualificadas del mismo engranaje. Esta percepción, incipientemente intuitiva, es la que está provocando la equívoca desafección de la política con catastróficas consecuencias para infinidad de personas y futuras generaciones. El poder no quiere personas inteligentes, sino obedientes. Y lo están consiguiendo. Han logrado desactivar la energía de los ciudadanos rasurando su inteligencia funcional y despojándolos de su condición innata de políticos. Así han logrado que gran cantidad de ellos se limiten a participar en un ridículo concurso de siglas huecas y rostros impostados sin relevancia alguna. El resultado, como en cualquier otra competición deportiva, termina justificando y suplantando la voluntad.
Esta lamentable situación, sin embargo, es fácilmente reversible. A pesar de su complejidad aparente, y del portentoso armazón de blindaje, un simple compromiso individual con la verdad lo puede destruir de inmediato. Para ello basta con recobrar el placer de sentirse en minoría. O lo que es lo mismo, reconciliarse con la conciencia. Siempre que uno desciende a su razón de ser, está en minoría. Es un maravilloso ejercicio para el alma obrar conforme a los principios que acunan el sentido de la vida de cada cual, y que, muy a menudo, están ocultos tras un sinfín de prejuicios, consignas, problemas, estrategias, intereses, angustias, desconfianzas y confusiones.
Propongo un ejercicio. El próximo domingo nos convocan a votar en las elecciones europeas. Olvidémonos, por un instante, de si los candidatos son gordos o flacos, listos o tontos, antipáticos o simpáticos; dejemos a un lado la previsión sobre quién ganará o perderá; abandonemos la tristeza del “mal menor”; esquivemos las señales deslumbrantes; cerremos nuestros oídos a la abundante contaminación dialéctica; obviemos la previsión de posibles e inseguras consecuencias; abstraigámonos de todo lo superfluo. Simplemente pensemos cómo nos gustaría que fueran las cosas. Disfrutando del placer que produce la ilusión por sentirse artífice del un futuro mejor. Y votemos. Desde la más reconfortante minoría.