El inmovilismo es la actitud más negativa del ser humano. No se puede entender la historia de nuestra especie sino desde la perspectiva de una infatigable lucha por el cambio. Nunca en limpia línea recta. Plagada de errores y horrores. Pero siempre en constante movimiento. La rebelión frente a lo injusto es el origen del concepto de dignidad que imprime sentido a la vida en libertad. Cuando un individuo, o una comunidad, pierden la referencia del cambio como estímulo permanente de su conducta social, se deslizan por la pendiente de la futilidad hasta anular su propia condición de ciudadano. Se convierten en simples e inofensivos objetos sin voluntad. Por ese motivo, todos los regímenes autoritarios concentran sus mayores esfuerzos en lograr domesticar a la ciudadanía hasta arrebatarles todo vestigio de rebeldía. Porque el inmovilismo no es neutral. Favorece y refuerza la jerarquía de poder vigente, en la que por definición existen oprimidos y opresores. A veces de un modo invisible, porque no hay peor tiranía que la que atrofia el alma.
Ceuta debería someterse a un proceso de profunda reflexión sobre esta cuestión. Es tan necesario como urgente averiguar las causas que nos han llevado a convertirnos en una sociedad cuya característica más sobresaliente es la pusilanimidad. Hemos alcanzado tal cota de laxitud, que el sentimiento de impotencia es la seña de identidad más relevante de nuestro comportamiento colectivo. Somos auténticos esclavos de la costumbre, que aceptamos sin rechistar desde la convicción de que los hechos son inmutables. Soportamos con una vergonzosa indiferencia las más ultrajantes humillaciones y las más lacerantes realidades. Según la particular idiosincrasia de la Ceuta moderna, nada tiene solución más allá de lo que puedan hacer las autoridades desde su magnanimidad. Hemos renunciado a cualquier protagonismo que no sea votar como una masa adocenada impulsada por consignas de una pavorosa vacuidad intelectual. Infunde una enorme tristeza ver a la juventud participar de lleno de esta destrucción de la inquietud. Todo aquel que osa escapar de la dictadura del inmovilismo, en cualquiera de los ámbitos posibles, se arriesga a sufrir una fanática lapidación pública a manos de la más decrépita mediocridad. Sólo queda la huida, física o psicológica, como única salida de emergencia.
Todo cuanto sucede cotidianamente ante nuestros ojos parece normal. La discriminación como Ciudad apestada fuera del encaje territorial del Estado. La falta de respeto con la que nos tratan las instituciones nacionales e internacionales. La ilegalidad como práctica habitual. El racismo como divisa. La consideración del paro, el fracaso escolar y la pobreza como livianos castigos naturales. El futuro como estremecedor jeroglífico. Status quo. Peligro. No tocar. Ninguna de estas terroríficas evidencias es capaz de conmovernos. A penas un leve suspiro de fastidio.
Este inmovilismo enfermizo tampoco es casual ni imparcial. Está interesadamente promovido por quienes manejan el poder y pretenden mantenerlo indefinidamente. Son los militantes de la “cuestión de Estado” (independientemente de las siglas en las que estén enrolados). No les importa el futuro de Ceuta porque no creen en él. Consideran a Ceuta como una reliquia inservible que conservan por nostalgia mientras no les suponga un conflicto serio. Para gestionar este escenario, lo ideal es el silente conformismo del pueblo, engendrado por la impotencia y el pertinaz cultivo de la costumbre. Sin pulso. Sin alma. Esperando pacientemente el tiro de gracia. ¿Nos atrevemos al cambio?