El ser humano es débil y efímero por naturaleza. Un hombre solo, una mujer, así tomados, de uno en uno, son como polvo, no son nada (José Agustín Goytisolo). La única cualidad que nos permite subsistir es el espíritu de cooperación engendrado en la inteligencia, más allá de los instintos primarios. El amor, la fraternidad o la solidaridad, son diversas modalidades de un mismo sentimiento que nace en lo más profundo del alma humana, hasta convertirse en los pilares de la convivencia, sobre los que se edifica la sociedad. Es imposible la vida en soledad. Las personas presentes, pasadas o futuras que nos rodean son las que determinan y dan sentido a nuestra existencia. Lo demás es puro azar. El cómo, cuándo y dónde, nunca obedece a un mérito individual en exclusiva, sino a un conjunto de circunstancias imprevisibles, muy lejos de nuestra voluntad o control. Así lo entienden todas las religiones, y el resto de códigos morales, que se afanan en llevar al ánimo de la humanidad la necesidad de fomentar el amor al prójimo. Todo esto es una obviedad. Precisamente por eso, hay cosas que pasan a mi alrededor, que no puedo entender. Son hechos inconcebibles en una comunidad de personas civilizadas y en un tiempo avanzado. Expondré uno de estos casos, sobre los que considero que sería bueno que todos reflexionáramos.
Una mujer joven. Soltera y madre de una hija. Vive entre nosotros. Fue despedida de su trabajo. Está cobrando la ayuda que paga el servicio estatal de empleo (400 euros al mes), una vez agotada la prestación por desempleo. No encuentra trabajo. En esta ciudad no somos capaces de generar empleo para casi nadie (sólo en la administración pública y previo enchufe). Vive de alquiler. Un alquiler que a duras penas puede pagar. Por ese motivo solicitó a los servicios sociales la ayuda contemplada en el programa de “alojamiento alternativo”. Así subsiste, luchando por su hija, con la esperanza de que algún día las cosas mejoren.
De repente, los sesudos responsables del servicio estatal de empleo llegan a la conclusión de que la ayuda que recibe esta mujer del Ayuntamiento tiene la consideración de renta, y por tanto, es incompatible con la que ellos le conceden. Se la suspenden y le exigen la devolución de las cantidades, según ellos, “cobradas indebidamente”. No queda así la cosa. Una vez retirada esta ayuda, pierde un requisito indispensable exigido en este caso por el reglamento de alojamiento alternativo (acreditar una renta periódica), por lo que también se le retira esta ayuda. La mujer y su hija quedan solas y desvalidas. No lo puedo entender.
Si la situación, en sí misma, provoca incredulidad e indignación a partes iguales; las reacciones posteriores, hacen sentir náuseas. Un simple atisbo de sensibilidad ante tan injusto drama humano, hubiera desencadenado una diligente serie de actuaciones administrativas para restablecer el daño causado. Ni mucho menos. Los responsables políticos de la Ciudad, investidos de la crueldad infinita que les infunde profesar una ideología perversa con la humanidad, no se sienten concernidos. Blanden las normas, en su versión más intransigente, como armas afiladas contra las personas humildes, en nombre de unos postulados pavorosamente insolidarios. Se erigen en malditos jueces de las vidas ajenas, para aliviar sus sucias conciencias. Y se pasean en sus magníficos coches de altas cilindrada con gesto displicente y altanero, convencidos de que se merecen con creces todo cuanto tienen. Sin el menor remordimiento. Sin querer asumir que la diferencia entre ellos y las personas a las que humillan es, únicamente, un poco de suerte, en el mejor de los casos; cuando no una acción corrupta que les otorga una ventaja injusta. No lo puedo entender.