La sociedad ceutí mantiene un angustioso debate interior sobre su propia definición. Genera tanta amargura que ofusca y atora las vías naturales de evolución. Esta es la causa de que vivamos en una ciudad socialmente desestructurada. No existe ni un solo ciudadano que no tenga la certeza de que el futuro de Ceuta está condicionado por el modo en que seamos capaces de cohesionar una sociedad étnica y culturalmente paritaria. Sobre esta cuestión cada uno tiene una opinión formada. Pero no se exponen públicamente. Existe un enorme temor a que una confrontación dialéctica de esta naturaleza provoque una inestabilidad que nadie desea. Por ello hemos optado por establecer dos niveles de debate perfectamente impermeables. En la pasarela pública el discurso es uniforme e impecable. “La convivencia en igualdad es abrazada y practicada por todos ejemplarmente”. En las conversaciones privadas, las opiniones son mucho más plurales. Oscilan desde el odio irracional de unos u otros, hasta el más puro escepticismo, pasando por actitudes compasivas o limitadamente tolerantes. Evidentemente también existe un sector de la población que está plenamente convencida de que la utopía de la interculturalidad es posible. Lo que no es fácil saber es el tamaño de esta corriente de opinión.
El problema surge cuando la interculturalidad no es una opción sino una imperiosa e ineludible necesidad. No existen alternativas para organizar un cuerpo social configurado por dos segmentos equivalentes. Por ello avanzar en esa dirección es un ejercicio de estricta responsabilidad. Quienes obvian, atemperan, ocultan, desdeñan o pervierten el debate sobre este asunto, aunque involuntariamente, están hipotecando el futuro al propiciar un camino tan incierto como inquietante.
Por este motivo la posición del PP en nuestra Ciudad es tan reprobable. La prolongada hegemonía política de la que dispone, le asigna una mayor cuota de protagonismo y responsabilidad en esta tarea; que no están queriendo asumir. Se han conformado con representar el papel de “muro de contención” demandado por los sectores más reaccionarios. La estrategia elegida consiste en fijar determinadas líneas infranqueables, que demuestren que la Ciudad no se desnaturaliza, y gestionar con habilidad determinados recursos y actuaciones que sofoquen los brotes de insatisfacción, y mantengan larvado el conflicto. Los mejor intencionados consideran que, de esta manera, se gana un tiempo necesario para que el indispensable cambio de mentalidad se desarrolle más sosegadamente. Pero lo cierto es que esta fórmula presenta muy serios síntomas de agotamiento. Y se intuye una seria amenaza de que las costuras del corsé psicológico salten por los aires.
Una de las líneas rojas marcadas por el PP (quizá la más emblemática) es el tratamiento institucional dispensado al “dariya”. Su presencia y expansión son inocultables. La realidad ha terminado por atropellar los deseos de los profetas de la exclusión. Como prueba de resistencia, han situado la última barricada en las instituciones.
El PP se opone, con un fanatismo carente de la más elemental carga argumenta,l a que el uso del “dariya” pueda ser amparado, en cualquiera de sus modalidades, por la administración pública. Un hecho de estas características se interpreta en clave de claudicación definitiva ante la temida “invasión de las hordas islámicas”. Este miedo al “dariya” ocasiona no pocos problemas en el ámbito educativo. Pero también incide en la consideración de injusta subordinación que siente el colectivo musulmán.
No se puede entender, ni aceptar, que el PP haya rechazado en el Pleno de la Asamblea todas las propuestas relacionadas con el uso del “dariya”, completamente apartadas de la esfera política, y centradas en la dimensión científica de la lengua.
Es probable que el PP piense que con esta actitud está protegiendo los intereses de la Ciudad. Es un error de proporciones colosales. Bastaría con acudir a algunos ejemplos de nuestra reciente historia. A veces, en política, las cosas que parecen más complicadas se resuelven de la manera más sencilla. Todo consiste en “elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calles es normal”.