Cuando el poeta Rilke llegó a Ronda, dijo: “he encontrado mi ciudad soñada”. Pues bien; cuando vuelvo la vista atrás, y pienso en la Ceuta de mis años de juventud, no me queda más remedio que decir: “he perdido mi ciudad añorada”. Añorar, según los diccionarios, es “recordar con pena la ausencia, pérdida o privación de una persona o una cosa muy querida”. Y es que aquella Ceuta más entrañable, más homogénea, más optimista y más feliz, se nos ha ido de entre las manos de forma irremisible.
Añoro la acera del Paseo de las Palmeras, antes General Franco, y antes “La Muralla”, donde todos nos encontrábamos y nos reconocíamos dentro de la muchedumbre que por ella iba y venía los sábados y domingos; añoro la oración ante el Cristo del Puente; añoro los autobuses pintados de blanco -las “camionetas”- con su clásica bocina de perilla de goma, que sonaba “macu”, “macu”, añoro los cines de entonces, el Apolo y el Cervantes, con sus llenos hasta rebosar en las sesiones dominicales de las 7 de la tarde; añoro los cines de verano; añoro lugares clásicos ya desaparecidos, como el “Vicentino” del Revellín, “Los Pellejos”, “Casa Julián”; “Rejano”, “El cante escuchao”, “El Nieto”, “La Glacial” o “La Perla”; añoro la terraza del África Ceutí en las Murallas Reales, con sus bailes; añoro las veladas y los concursos de saltos en la Hípica; añoro el Instituto Viejo de detrás del Casino Militar; añoro mi pandilla de amigos inseparables, de la que soy el único superviviente; añoro la Feria en la explanada del Muelle Cañonero Dato, con sus casetas de mampostería; añoro la Plaza de Azcárate con el quiosco de Pepita, después de su hijo Cristobal, y también la parte de abajo, en la que se celebraban emocionantes partidos de fútbol, destacando cierto jovencito de San Fernando apellidado Crías; añoro una Barriada del Príncipe en la que mi abuelo Ruíz Medina, siendo Alcalde interino, tuvo el honor de asistir al acto de inauguración de su Capilla, dejando escrito que era “algo que tanto necesitaban aquellos vecinos”; añoro a esos vecinos, cuyos hijos y nietos no sé dónde estarán ahora; añoro la tranquilidad, la seguridad y la paz que reinaban en la Ceuta de mis años de juventud, sin quemas de garajes ni de coches en la vía pública, sin tiroteos, sin atracos ni tirones y sin invasiones; añoro el predominio aplastante de nuestro idioma oficial, el español o castellano, sin que a nadie se le ocurriera hablar de absurdas e inconstitucionales cooficialidades ni de otras academias distintas de la Real Española de la lengua; añoro -aunque la actual sea mucho mejor- la Semana Santa de entonces, sencilla y humilde, con el Sr. Ros, dueño de una tienda de ultramarinos, vestido de penitente, pero con la cara descubierta, repartiendo caramelos entre la chiquillería; añoro “La Paloma” o “El Correo”, aquellos buques “Ciudad de Ceuta” y “Ciudad de Algeciras”, que nos unían con el resto de España y que, en los domingos, cuando ya se acercaban a nuestro puerto, nos traían indefectiblemente un gol para el equipo local en el “Alfonso Murube” (los barcos de ahora son mucho mejores y más rápidos, pero menos nuestros); añoro el sonido de la sirena de los buques, pidiendo práctico o remolcadores, y la respuesta de éstos; añoro las misas dominicales y de las demás fiestas de guardar, con las iglesias repletas de fieles; añoro el día de la coronación de nuestra Patrona, que viví intensamente, con doce años de edad; añoro el Puente Almina, con el “Campanero Chico” y, a sus pies, el puerto pesquero (muelle del Comercio) y el bello edificio de la Lonja; añoro a los pescadores asomados a la balaustrada del Puente en sus horas de asueto; añoro el Ayuntamiento de entonces, en el que el Alcalde solo tenía una pequeña retribución para gastos de representación y ni los Tenientes de Alcalde ni los Concejales rasos cobraban absolutamente nada, entregándose a su labor del modo más desinteresado; añoro al barquillero de la Plaza de los Reyes; añoro las calles llenas de uniformes de soldados -a la hora del paseo- y de jefes y oficiales; añoro el silbato en el portal de los recogedores de basuras domésticas; añoro el uniforme gris de los Municipales, y el blanco, con casco, de los de Circulación; añoro los partidos de fútbol que jugábamos en el Picadero, allá por las cercanías de San Amaro, o en la explanada de las Murallas Reales, donde Cayetano Cuesta marcó de cabeza un famoso gol (aunque el balón fuese un poco alto) a centro mio desde la derecha, tras una jugada en la cual -todavía ignoro cómo- había logrado driblar a tres contrarios. Añoro tantas y tantas cosas...
Como dice el famoso bolero, “ya todo aquello pasó, todo quedó en el olvido”. Bueno, en el olvido no, porque yo, al menos, lo recuerdo con verdadera nostalgia, pues aquella Ceuta tan caballa y tan nuestra, la que me enamoró irremisiblemente, se nos ha perdido en el tiempo, llevándose consigo girones de sentimientos y, por desgracia, hasta de patriotismo.