Bien sea en el seno de la propia familia como en el lugar de trabajo o en cualquier otro lugar, el ser humano muestra su autoridad personal; a veces -muchas veces - sin darse cuenta de ello. Es un valor humano sumamente importante al que no siempre se le dedica la atención que merece, por cada persona. No es una cosa de quita y pon, como si de una corbata se tratara, sino que forma parte de toda persona aunque llega a alcanzar diversos niveles de importancia, a veces positivos y otras negativos.
Se puede tener autoridad personal por la discreción con la que se actúa en todo momento, o por el respeto que siempre se muestra con toda otra persona - conocida o no - o por el sacrificio que se hace por una determinada causa que es buena para todos. En la sociedad de la que formamos parte - que siempre es mucho más amplia y compleja de la que solemos imaginar - es imprescindible no ser algo amorfo sino tener autoridad personal y ejercitarla. Todos somos necesarios en esa extraordinaria misión del bienestar - moral y material - del ser humano.
Hace muy pocos días un hombre hacía su trabajo en silencio y con esmero: baría y recogía una buena cantidad de colillas de cigarrillos que había delante de la puerta de un establecimiento. No quedó una y el hombre, una vez terminada esa pequeña labor material, siguió adelante empujando su carrito de barrendero. Ese hombre mostraba su calidad humana, su autoridad personal que no era otra que saber cumplir con su deber. Ese hombre enseñaba desde su cátedra especial y sumamente digna - la de barrendero callejero - un valor humano esencial.
No siempre - por desgracia - se actúa de esa forma en la vida personal, la de cada uno en su quehacer profesional y en la forma de comportarse. A veces actuamos ensuciando la sociedad, la relación humana en cualquier lugar y actividad; dejamos en el olvido el valor de la calidad - de la autoridad personal - para abrazarnos a cualquier estupidez que se ha puesto de moda. A todos los seres humanos - mujeres y hombres - nos alcanza de forma muy directa la obligación de mantener limpias todas las vías de nuestra actividad, haciendo brillar el valor de la autoridad personal.
Caeremos muchas veces en lo absurdo, en lo erróneo, en lo que nos hace daño y hasta nos mortifica, pero siempre tendremos el ejemplo de esa otra gente que camina por la vida con autoridad personal y que llama la atención precisamente por la sencillez de su vida, con hechos como el del barrendero que, pacientemente, dejaba la calle limpia de colillas de cigarrillos y de otras suciedades. Tal vez sea mucha la basura que pueda existir en el ambiente social, no sólo en el suelo de las calles, por lo que es necesario llevar bien abiertos los ojos del alma.
Es necesario vivir con la alegría y satisfacción que producen el hacer bien todo aquello que debe hacerse: es una labor personal porque de un valor propio se trata, el de la autoridad moral, el de ese conjunto de virtudes humanas que siempre conducen a la atención a lo que hay que hacer; a veces será algo material pero no pocas otras se tratará del amor hacia el que sufre o está necesitado de algo para ser feliz o, cuando menos, para verse libre de esa podredumbre que no pocas veces se apodera del ser humano; de cualquiera, de uno mismo.