A mediados de los años sesenta el autobús –camioneta, decíamos entonces– que venía a la barriada del Príncipe tenía su parada en el Colón, justo entre la churrería y el patio Hachuel. Y en la citada barriada, el autobús rendía viaje enfrente de la iglesia de San Ildefonso, en lo alto de la calle Rafael Orozco. En aquellos años, el Príncipe era una barriada muy singular, cuyas tres calles principales, Orozco, Este y San Daniel, tenían un empedrado más o menos estable. Quizá los habitantes supusieran la mitad de los que actualmente la habitan, pero, eso sí, la relación entre todos ellos era de gran cordialidad y afecto y de ayuda mutua. Todos participaban de todo. Las fiestas de los diferentes colectivos se celebraban con gran regocijo. Así, la festividad del patrón de la barriada, San Ildefonso, se celebraba –la celebrábamos– cada 23 de enero con el boato, la pompa y el esplendor que la ocasión requería. Incluso se llegaba a pasear la imagen del patrón. La ciudadanía del resto de Ceuta estaba bastante unida a la barriada del Príncipe, pues en la iglesia se veneraba la imagen del Nazareno. Asimismo, de las rupturas de los ayunos del Ramadán y de la fiesta del Sacrificio participaban todos los vecinos independientemente de la religión que practicaran. A tantos años de distancia, resulta llamativo este hecho pues en aquel entonces nada se sabía de lo que hoy en día está tan en boga como la tolerancia y demás zarandajas y palabrería. Aquello se llamaba simple y llanamente vecindad.
Como sucede en todas las comunidades pequeñas y bien avenidas había personajes cuyos nombres han quedado en el imaginario colectivo de los habitantes de aquella época debido a su profesión o simplemente a sus actitudes respecto de sus vecinos o ambas a la vez. Cabría destacar al señor Reviriego, el cartero de aquella comunidad. Vive Reviriego en una casa, que incluso hacía las veces de estafeta de Correos, al lado de la iglesia, en lo alto de la citada calle Rafael Orozco. Personaje muy querido por sus convecinos, pues, en sus tiempos de plena actividad laboral, era muy servicial, atento y solícito con los ciudadanos del Príncipe ya que atendía sus dudas y resolvía los pequeños problemas relacionados con Correos que pudieran tener. El señor Reviriego se jubiló hace ya muchos años y, según mis noticias, aún continúa viviendo, ya muy mayor, en su barriada de toda la vida. Reviriego, el cartero, es toda una institución y una leyenda en el Príncipe por su buen hacer y por su cercanía a sus convecinos. No sería justo olvidar a su esposa. No, no es justo.
Cabe, asimismo, citar al policía municipal que residía en la barriada. Siento no poder citar su nombre pues, desgraciadamente, lo he olvidado. Recuerdo que vivía cerca de donde hoy está la farmacia. No sé a ciencia cierta qué fue de él. Era alto, enjuto, moreno de tez, y de pelo rizado, y a la caída de la tarde se le solía ver sentado a la puerta de su casa. Era querido y, sobre todo, respetado por los del lugar. Creo recordar que tuvo la inmensa desgracia de perder a un hijo.
Respecto del mundo de la educación, cuatro nombres destacan sin desmerecer a todos los que ejercieron su profesión en el Príncipe. Catalina Canaleta, Amelia Martín Muñoz, Pablo Bravo Gala y Antonio Marfil Quirantes. Catalina es una catalana que aterrizó en Ceuta para venir a ejercer al Príncipe. Si Catalina llamaba la atención por su pelo rubio, su piel clara y sus ojos azules, sus dos pequeños hijos eran dos niños de tarjeta postal. Catalina Canaleta fue directora de lo que entonces se llamaba la “Agrupación Escolar Príncipe”. Cariñosa, amable y afectuosa no sólo con los niños sino con todo el personal de la barriada, Catalina aún es recordada por los niños y niñas de aquel entonces y que hoy circulan por las décadas cuarta y quinta de sus vidas. Muy pronto marchó a su tierra catalana y allí, según las noticias que nos han llegado, vive felizmente jubilada.
Amelia Martín Muñoz, conocida por Meli, fue asimismo muchos años directora del aquel centro escolar. También dejó huella en sus alumnos y en todos los que la conocieron. Mujer de gran presencia, animosa y trabajadora, en la que destacaban sus grandes ojos azules. Marchó hace ya bastantes años a Granada y allí se jubiló. Aún se la recuerda con cariño.
Pablo Bravo Gala era un maestro muy singular. Daba clases de Matemáticas y era un furibundo amante del ajedrez, de hecho había distribuido por toda la clase tableros de ajedrez y mientras unos alumnos resolvían problemas otros echaban partidas en esos tableros. Hacía incluso competiciones ajedrecísticas. Sus métodos y su organización escolar eran muy originales y adelantados para aquella época. De físico robusto y dotado de una voz portentosa, Pablo sufría de ‘gota’, pues era muy aficionado a la buena comida y al buen vino. Marchó a Cádiz, a una escuela de Patronato, y allí un desalmado acabó con su vida asesinándolo. Era primo carnal del afamado escritor Antonio Gala.
Antonio Marfil Quirantes era un personaje original, inusitado y único. Buena persona y dado a los inventos. Uno de los más originales fue un ábaco con el que se podían realizar, manualmente, claro, las cuatro operaciones básicas de la aritmética y alguna otra. Me atrevería a decir que aquel ábaco fue el antecedente modesto de las calculadoras manuales que poco después se popularizaron. Tenía su escuela en la calle María Jaén de la barriada del Príncipe. Tuvo bastantes hijos y al cabo del tiempo se estableció en una casa del centro de Ceuta y falleció hace unos cuantos años. Era un buen hombre.
Las amas de casa que hoy en día circulan por los cuarenta y tantos o cincuenta años y que de niñas asistían a las clases de labores y trabajos manuales que impartían las monjas, que tenían su pequeña sede en un lateral de la iglesia, no podrán olvidar aquellos días y mucho menos a aquellas monjas de blanco hábito. Monjas que eran respetadísimas y muy queridas por toda la comunidad de aquel entonces. Junto a ellas es preciso citar a un joven y animoso cura de nombre Juan de Dios que asimismo colaboraba con las monjas y que los sábados a las diez de la mañana celebraba misa a la que asistían obligatoriamente, eso sí, los niños y niñas cristianos de las escuelas del Príncipe. Eran otros tiempos, claro. Este Juan de Dios marchó a la Península y hace ya muchísimos años dejó los hábitos. Suele suceder.
Quienes no hayan conocido aquel Príncipe y estén al tanto de los graves problemas que hoy suceden en la barriada difícilmente podrán dar crédito a lo que he dejado escrito más arriba. Pues créame, amable lector, así era el Príncipe en aquel y ya lejano entonces. A pesar de que la nostalgia a menudo puede cegar nuestro juicio crítico –contamos con ello– y también que la vorágine de acontecimientos negativos que suceden hoy a diario en la barriada nos impide en buena manera pensar sobre el pasado y retomar la memoria, es cierto que la vida en ‘aquel’ Príncipe no nos causaba sobresaltos tales que pusieran de continuo nuestro ánimo en vilo. Por supuesto que había problemas como en cualquier comunidad que se precie, eso no se puede obviar, pero también los métodos para encontrarles una solución no se parecían ni remotamente a los métodos violentos que se estilan por esos pagos hoy día. No quisiera dar a entender en modo alguno que allí se vivía en el mejor de los mundos. Nada más alejado de mi ánimo. Había carencias de todo tipo, como las había, eso sí, en cualquier otro rincón de la ciudad. A este respecto, sí deseo traer aquí que en aquel entonces había un hermoso y aseado mercado en el que se vendían ordenadamente y con todas las condiciones de salubridad exigidas para la época toda clase de productos, no tengo memoria de que se vendieran alimentos en el suelo sobre cartones o paños como suele suceder ahora. Como anécdota amable, cabe citar que los jueves se podían comprar unas excelentes chuletas de cordero que una vez cocinadas estaban para chuparse los dedos.
De aquellas familias –Maíllo, Amar, Hesles, Blanco, Sivigi, Medinilla, Mohamed, Barba, Abdelazís, Arrabal, Corel, Abdelkader, y un larguísimo etcétera– salieron todo tipo de profesionales como militares, policías, comerciantes, industriales, empleados, jardineros, taxistas, médicos, etcétera. Debido a que prosperaron o que deseaban por diversos motivos asentarse en otros lugares de Ceuta, a lo largo de los años setenta muchas familias fueron abandonando la barriada, y, como el vacío causa horror a la naturaleza, esos huecos fueron ocupados paulatinamente por otras personas ciertamente ajenas al espíritu de la barriada. No pocas de ellas procedentes de Marruecos. Otras personas, otras costumbres, otros comportamientos. Efectivamente. Aquella atmósfera vecinal que se respiraba en el Príncipe fue lentamente, pero sin pausa, viciándose. Empezaron a surgir problemas desconocidos hasta ese momento. Los numerosos recién llegados fueron construyendo anárquica e ilegalmente aquí y allá, levantando construcciones, al principio, precarias y después más estables, pero, eso sí, en parcelas que pertenecen al patrimonio de todos los ceutíes. El Príncipe empezaba a cambar de mano.
Los años ochenta trajeron de la mano un tráfico desmesurado de drogas. Los llamados ‘culeros’ y ‘culeras’, ‘chocheras’ o ‘vagineras’ hicieron acto de presencia en nuestra ciudad y desde el puerto se trasladaban al Príncipe en donde se les proporcionaban las cantidades que desearan de hachís, que convenientemente metidas en preservativos eran introducidas por el ano o por la vagina, de ahí los nombres por los que se les conocían. Estos culeros y culeras buscaban la ayuda de los niños y jóvenes de la barriada para que les compraran los citados preservativos y bocadillos con alguna bebida, para ello les daban mil pesetas de las de entonces y lo que sobraba se lo quedaba el que hacía las veces de recadero. Mucho dinero en manos de aquellos pequeños. Mal asunto. Detrás del hachís llegó la heroína, la cocaína, las pastillas y todo lo demás. El tráfico de drogas se generalizó no sólo en la barriada sino en toda la ciudad. Los ochenta y los noventa fueron años de plomo y de ‘vendetas’ entre bandas rivales. Unos cayeron y muchos quedaron enganchados en el filo cortante de la droga. La sociedad del barrio empezaba a agrietarse de manera estrepitosa. El dinero del comercio ilícito fue empleado, entre otras cosas, en edificar algunas de las grandes y ostentosas mansiones de varias alturas que se exhiben impudorosamente en el ‘skyline’ de la barriada. Siguieron, en efecto, asentándose marroquíes que atravesaban impunemente el coladero de la aduana. Gente extraña y sin escrúpulos que venían a hacer negocios con el tráfico de lo que tuvieran más a mano. Llegó la invasión de los inmigrantes y la ciudad se descompuso ante tantos frentes: el narcotráfico, las bandas, las muertes, la violencia, el fracaso escolar, la inmigración, etcétera. Ya la barriada del Príncipe no era reconocible. Era un pálido reflejo de lo que fue. No sólo el Príncipe sufrió el vendaval de la violencia y la intransigencia religiosa apedreando los pasos religiosos que salían de la iglesia de San Ildefonso, sino que la iglesia de San José fue incendiada, y la sinagoga, que fue apedreada y sufrió un intento de incendio, tuvo que ser custodiada por las fuerzas de la policía, así como nopocas iglesias cristianas.
Con el nuevo siglo hicieron su aparición en nuestra ciudad sectas religiosas musulmanas intransigentes y cuyos adeptos son reacios a integrarse en la sociedad ceutí. Surgen así problemas entre diferentes comunidades religiosas musulmanas por el manejo y dirección de ciertas mezquitas o por la dirección de los rezos. Alguna vez tuvo que intervenir la policía para separar a los adeptos de una u otra confesión. Pareciera que detrás de todos esos atentados a la fuerza pública, a médicos y enfermeras, a los autobuses, a los bomberos, a las voluntarias de la Cruz Blanca –una de esas voluntarias dijo “no recordar tanta delincuencia como ahora en los años que llevo de voluntaria”– y a todos los extraños que se aventuren a internarse en la barriada del Príncipe pudiera haber grupúsculos fundamentalistas e intransigentes que aprovechando la crisis económica y la descomposición de algún modo de la sociedad tratan de acotar la barriada para convertirla en un ‘gueto’ en el que los extraños no musulmanes no son bienvenidos. Gueto que llevaría camino de parecerse a la ‘banlieu’ francesa de la periferia de las ciudades francesas. Guetos europeos que se rigen por sus propias leyes y en los que la ley del país no traspasa las lindes del gueto. Y lamentablemente todos los que habitan dentro de él están llamados a observar las leyes propias –vestimenta, comida, rezos, ocio, etcétera– que gobiernan el gueto so pena de correctivos muy serios.
A todo lo anterior, sumaria y apresuradamente relatado más arriba, se le ha unido la desidia, la falta de carácter, la pereza, la ineptitud, la incapacidad y la falta de vergüenza de una clase política que ha dejado que se pudra una situación apelando al manido y vergonzante ‘mantra’ de las cuatro culturas, de la convivencia, de la sociedad multicultural y demás sandeces modernistas que han resultado fracasadas en todos los países en donde se han puesto de moda. Estos políticos sin vergüenza han hecho posible que la sociedad ceutí se fraccione en comunidades étnicas o religiosas, en vez de tratar a todos como ciudadanos. No contento con ello les han bailado el agua –asistiendo a sus actos religiosos– a sectas fundamentalistas e intransigentes y reacias a que sus adeptos se integren en el tejido social ceutí. Lentamente la sociedad ceutí se va arabizando e islamizando por la fuerza de la sinrazón, que trae de su mano el oscurantismo religioso y el más tenebroso de los medievalismos sectarios. A este respecto se ha extendido la especie y va tomando cuerpo en el imaginario de ciertos colectivos que Ceuta es, efectivamente, una ciudad ocupada.
Y henos aquí ahora sumidos en este laberinto sin que aquellos que son los llamados a poner coto a las tropelías que se suceden en el Príncipe acierten con la fórmula. A estos políticos de ‘todo a cien’ les viene grande encontrar la solución a estos desmanes.
Finalmente, después de este largo y, en algún detalle, deslavazado relato, pues ha sido confiado en gran parte a la memoria, creo que ya estaríamos, ante la evidencia, en disposición de responder a la pregunta que encabeza estas líneas: pero, ¿por qué se jodió el Príncipe?