No es solo lo que se denuncia. De hecho, las estadísticas, como suele ser habitual, terminan constituyendo un engaño. No aflora todo lo que pasa en el ámbito del acoso escolar, no se conocen las dimensiones reales del problema. Sigue habiendo miedo y desconocimiento. Ambos, combinados, forman la peor de las recetas.
Hay medios y recursos, pero cuando un niño se atreve a confesar a sus padres lo que sufre, pero a su vez les hace prometer que no hagan nada, es que algo está fallando. Ese acoso escolar no sale a la luz, no forma parte de los casos notificados por los centros, tampoco de los expedientes, mucho menos llegan al juzgado. Algo falla para que esa víctima no sepa cómo salir para pedir ayuda; algo falla cuando el miedo supera y hace que la partida siempre la ganen los mismos, los que acosan.
La propia Fampa reconoce que en ocasiones los asuntos llegan a su conocimiento bastante tiempo después de producirse el suceso. Esto es gravísimo, tanto como los riesgos que este tipo de situaciones conlleva.
Nos rendimos como sociedad si permitimos que esto pase, fracasamos como padres y docentes con cada caso que se mantiene en la intimidad, con cada caso que choca con el miedo a hacer visible una realidad en ocasiones demasiado dura.
No hay nada peor que el sufrimiento de un niño que no se atreve a pedir ayuda y que se ve obligado a acudir a diario al mismo escenario en el que le maltratan, acosan o menosprecian.
No hay nada peor que unos padres inconscientes de esa realidad a la que ni docentes ni justicia pueden poner freno.
La generación nacida de este mundo de acosadores y acosados es una generación marcada, emocionalmente rota, débil y expuesta.
No poder actuar hoy como se debe supone un gran fracaso colectivo. Lo es de todos.