Correspondería comenzar esta disertación haciendo hincapié que la andanza colonial de España en Marruecos, no sería ni mucho menos la principal complejidad que hubo de encarar en su último período el régimen de la Restauración, aunque sí uno de los más espinosos. Y es que el trazado canovista comenzaba a destapar indicios incuestionables de extenuación, en un paulatino, progresivo y casi sistemático sumario de desconcierto del sistema político, donde la acción marroquí no hizo sino añadirse a los múltiples inconvenientes que no hallaron escapatoria, poniendo en evidencia las discordancias, acentuando su ineficacia y crispando los roces internos.
Mordazmente, la coyuntura marroquí se emprendió bajo los presagios de lo que se reflexionaba como una ocasión única para al menos encaramar la disposición estratégica de España en el Viejo Continente. Si acaso, voltear el resarcimiento de la reputación nacional, tan desprovista de revitalización tras el ‘Desastre Colonial de 1898’ y la preservación de un fluctuante cartel de cara a la galería internacional, fueron las lógicas que espolearon a los gobiernos de principios del siglo XX, a asumir un objetivo para la que el estado se atinaba mínimamente preparado.
Dicho de otro modo: primero, en clave económica, por su condicionado desenvolvimiento financiero y empresarial; y segundo, en carices sociales, por la repercusión descorazonada que el percance de Cuba operaría en cualquier futurible aspiración colonial. Y como tal, valga la redundancia, el andamiaje colonial se convirtió en una misión asignada desde el escalón superior, cuyo ardor popular no era semejante al que por entonces militaba en otras naciones como Gran Bretaña, Italia o Francia.
Si bien, prevalecen ciertos raciocinios para imaginar que la diplomacia española procedía con sutileza, al procurar salvar la asfixia internacional y mantener a Francia controlada al otro lado del Estrecho. Amén, que en un escenario en el que España daba la sensación de estar sentenciada a encontrarse entre los países desahuciados, la empresa marroquí parecía brindar a los gobiernos peninsulares el remedio para rehacer un influjo colonial maltrecho y robustecer el espíritu de la nación, manteniéndola en el círculo de las potencias de segundo orden.
Años más tarde, aquella circunstancia terminó convirtiéndose en una suerte de necesidad desdichada en un galimatías turbulento y en el componente desencadenante que puso el punto y final a su travesía.
Pero yendo por partes, la colonización de Marruecos tuvo una derivación explícita en detrimento de la reputación y realce del rey Alfonso XIII (1886-1941), notable valedor de la misma. Las resultantes de las crisis marroquíes de los años veinte vieron en S.M. un objetivo directo hacia el que tendieron a arremolinarse las reprobaciones parlamentarias de los contrarios al régimen y los desaires de diversas esferas de la opinión pública, llegando a hacer titubear los blindajes de la monarquía.
"El arresto inquebrantable e insaciable de las fuerzas tribales rifeñas que supieron propagar su accionar a otras cabilas hasta entonces pasivas, congestionó en escasamente pocas jornadas la quebradiza estructura militar, hasta desatar el estropicio de una cuantía imponente de hombres, material, armamento y municiones"
Obviamente, sondear las motivaciones que indujeron al monarca a emprender resolutivamente la aspiración marroquí, conjetura una atrayente práctica de reflexión mental. Es probable que el soberano deseara dejar claro desde un primer instante las distancias habidas entre su antecesor y su reinado, oscurecido y consternado por la derrota de Cuba y avistase en Marruecos una remota posibilidad para regresar a un incontestable brillo imperial. Al igual que es admisible que su enseñanza militar junto a su perfil siempre resuelto, descubrieran en Marruecos un empeño hacia el que enfocar sus esfuerzos. Y de acuerdo con la apreciación de algunos embajadores, Alfonso XIII cohabitaba en un período que en absoluto se armonizaba con el análisis de la realidad histórica en la que se ubicaba España.
Sean cuales fueren las agudezas que justificaban su afán colonial, la abrupta progresión de la intervención marroquí originó similares incomodidades en su oposición como Jefe de Estado, en sus contactos con los gobiernos y en su hechura a los golpes de vista del sentir popular.
En verdad, la aproximación del rey con Marruecos se entabló a la par que su reinado y en el que se rubricaron los primeros pactos internacionales sobre el Imperio Jerifiano. Tras el preacuerdo suscrito en 1902 por España y Francia para la distribución del territorio en dos zonas de influencia y que dos años después se examinó con la colaboración de la diplomacia británica y ratificado en la Conferencia de Algeciras (16-I-1906/7-IV-1906), Alfonso XIII y Jorge V (1865-1936), convinieron en 1907 diversas cuestiones diplomáticas y entre ellas España desistía a Gibraltar, a cambio de una zona de influencia al otro lado del Estrecho.
Más adelante, el tratado franco-español de 1912 constituyó de modo más firme, los términos administrativos de ambos actores, diseñando las líneas maestras por la que habría de deslizarse el intenso ejercicio colonial en el Norte de África.
Las primeras actuaciones de Alfonso XIII confirmaron que el talante apaciguado con el que a menudo arbitraba en temas de gobierno, se iba a dirigir a la otra orilla del Estrecho. Mediados dos años de los sucesos de la Semana Trágica (26-VII-1909/2-VIII-1909) y acompañado de la reina Victoria Eugenia (1887-1969), inspeccionó por primera vez la demarcación adjudicada a España, haciendo vislumbrar en sus alocuciones que este viaje respondía a su pretensión de impulsar la colonización marroquí, tanto como a sus deberes representativos.
De hecho, su atracción en las consecuciones de la colonización venían flanqueadas por diversas decisiones e indicaciones que no incumbían a sus competencias reales y que para trastorno y convulsión de sus gabinetes, se trataban en un extenso nivel de instancias ministeriales que englobaban a militares y civiles.
Estos procedimientos eran consabidos en entornos parlamentarios y políticos y en breve se engarzaron en el marco cotidiano. Fundamentalmente, en aquellos intervalos en los que la estrategia colonial inquietaba con producir algunas dicotomías en la milicia de la Península. Tómese como ejemplo la plasmación de las Juntas de Defensa en 1917, a modo de organizaciones corporativas militares de carácter pretoriano, donde el protagonismo intermediario del rey se vio acortado por sus desatinos imperiales y que irremediablemente le pusieron en una situación embarazosa a la hora de amortiguar las divergencias internas y contrarrestar los descontentos.
La prolongada división de las Comisiones Informativas demostró la actitud peliaguda del rey en la disyuntiva entre junteros y africanistas y la grotesca labor que hubo de encarnar en su resolución. Su ideal de continuar siendo el máximo representante de la unidad del Ejército, tal y como reseñó en su discurso de 1922, se vio ampliamente rebatido por sus inclinaciones coloniales que le costaron el desagrado de parcelas significativas de la institución castrense.
Con lo cual, el papel del Alfonso XIII en la gestación del mayor infortunio colonial padecido por España, (Desastre de Annual, 22-VII-1921/9-VIII-1921), acabó definitivamente por dañar su estampa ante el juicio trascendido y por objetar el fin del régimen en las audiencias parlamentarias. En otras palabras: no es que se probara de manera irrebatible que los frenesíes del soberano le habían reportado a propasarse en sus propuestas a los generales consignados en Marruecos, como había sucedido en numerosos momentos. En esta oportunidad, el conflicto residió que a lo largo del desarrollo de responsabilidades políticas instruido para desentrañar los orígenes de la calamidad, su persona salió deteriorada de un debate parlamentario que prendió la curiosidad de todos. Hasta el extremo, que soportó diversas inculpaciones por la minoría socialista e incluso en las órbitas diplomáticas la presunción de que arrastraba algún desacierto en el número de fallecidos que la retirada de Annual causó.
Alfonso XIII que tan gratamente contrajo el apelativo de ‘el Africano’, no pudo desligar su nombre del irreparable desenlace desatado en tierras africanas, como reflejaron varias declaraciones públicas en demanda del requerimiento de responsabilidades políticas que inequívocamente lo señalaban. En este aspecto, su proceder proporcionó una vía de escape a los adversarios del régimen para abalanzarse contra los puntales del mismo, exteriorizando una fuerza superior al de aquellos que todavía disponían de ímpetu para respaldarlo.
El repecho en la interpelación de responsabilidades políticas adquirió las mismas acotaciones del trono, para desarticularse como a posteriori se entrevería y precipitarse en un contexto de pasividad general con la conformidad de otra comisión de investigación que previsiblemente anunciaría sus resultados a corto plazo. Luego, resultaría excesivo sostener que el golpe de Estado (13-15/IX/1923) de Miguel Primo de Rivera y Orbaneja (1870-1930), resultó inducido por el hambre de impedir que el reflujo de las responsabilidades que se habían paralizado meses antes por la inacción política y parlamentaria, atrapara al rey desde todos sus flancos.
En cambio, parece más apropiado indicar que el descrédito digerido por el monarca producto del menester marroquí, verificó no sólo la inestable fortaleza del régimen, sino igualmente la incapacidad en sus engranajes de remodelación.
Pero no más lejos del emblema del rey, la encrucijada de Marruecos contribuyó a embalar el desequilibrio político del Gobierno. Así, desde los inicios de siglo, las acciones militares africanas resultaron ser fuente de desasosiego para la administración y raíz de turbias obstinaciones de la opinión pública. Y al volver a sacar a la palestra las páginas cruentas de la Semana Trágica con una dura represión para dominar los disturbios, éstas movieron a la clase política en la necesidad de prescindir la remesa de reservistas a Marruecos y limitar la contribución los soldados en las campañas, que como es conocido eran incompetentes para tareas exteriores de envergadura.
Entre tanto, otros intereses como la dominación de la zona de influencia y el ansia de reducir los progresos del ejército franco, alcanzaron un grado superlativo en las agendas oficiales. Ni que decir tiene, que de la contradicción entre ambos márgenes despuntó la inconsistencia de la política colonial y el contrapeso resbaladizo en que se sostuvo desde un principio.
Por lo tanto, no es descabellado insistir que dadas las condiciones perjudiciales que sucesivamente se registraban en Marruecos, como el pronunciamiento y la rebeldía de las fuerzas tribales rifeñas operando como pez en el agua con métodos de pericia, persuasión e intimidación, más la falta del pertinente equipamiento en las unidades de las Fuerzas Coloniales de España o la corrupción e ineficacia en el seno de las mismas, la presencia hispana acabase convirtiéndose en un lastre cada vez más apremiante para las autoridades. Para ser más preciso en lo fundamentado, el rosario de gabinetes que parecían despedirse en fulminante desfile desde la crisis de 1917, no hizo sino agigantarse en los años sucesivos como corolario de las muchas oscilaciones de la política marroquí.
Efectivamente me estaría refiriendo a una dificultad añadida con una doble inclinación. Primero, el incesante y creciente vaivén político del régimen entorpecía la superposición de políticas coloniales sólidas y consolidadas. Y segundo, la disposición colonial de aguas movedizas salida de esta falta de conducción confluida y con reincidencia en cursos complicados de las que fueron verdugos otros gobiernos. Llámense el gabinete de 1921 correspondiente a Manuel Allendesalazar y Muñoz de Salazar (1856-1923); o los Gobiernos de 1922 de Antonio Maura y Montaner (1853-1925) y José Sánchez-Guerra y Martínez (1859-1935); y por último, el Gobierno de 1923 que atañe a Manuel García Prieto (1859-1938). Aparte de la proyección en las eventualidades administrativas, el asunto marroquí socavó la poca chispa de agudeza efectiva entre los partidos políticos imperantes, que poco a poco habían amenizado el excepcional bipartidismo de Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897).
Visto el diagnóstico de la secuencia dominante, la afectación ante la incógnita de Marruecos se convirtió en uno de los antecedentes que sacudió el tablero político español y que más conmoción generó en su radio de acción. La política colonial comparecía reclamando de cada formación política la apertura de un sinfín de posibilidades y una declaración de intenciones, tanto más precisa cuanto más imperiosa en su designio.
Llegados a este punto, desde la hecatombe del Desastre de Annual, la acometida africana funcionó como una especie de catalizador de la vida política y en torno al cual se desenterraron las fórmulas viables de discordia y exiguos soportes de compromiso, forjando enormes socavones supuestamente infranqueables entre los grupos políticos. No es de sorprender, que la colonización de Marruecos se constituyera en la heroína de cargantes sesiones parlamentarias que postergaron el acogimiento de importantes proyectos para la nación.
La enmienda de la reforma agraria o la depuración del presupuesto, más los diversos cambios en el sistema tributario y las modificaciones del sistema electoral que a fin de cuentas, eran indispensables para emprender la tonificación de un régimen en menos afinidad con los giros sociales y económicos provocados en España desde las postrimerías del siglo XIX, se vieron copiosamente relegados e inconclusos ante la inminencia de la contrariedad marroquí. Toda vez, que éste no ayudó a avivar e inyectar el temperamento nacional, como aguardaban los regeneracionistas, sino que corroboró los peores augurios en la peyorativa marcha del sistema.
"La lucha de titanes entre el poder civil y militar por llamarlo de algún modo, tocó techo en la investigación y comprobación de las responsabilidades políticas y militares habidas en el Desastre de Annual, dando origen a una retahíla de soplos, denuncias e indirectas, a duras penas solapados bajo el paraguas de forcejeos parlamentarios"
Simultáneamente, junto con la acentuación del seísmo político, el entramado africano indujo a un enconamiento de la tensión entre el poder militar y civil que acabó amplificándose a ambas orillas del Estrecho, hasta concentrarse en las prioridades del armazón colonial y el cumplimiento de sus actores, totalizando una fuente interminable de susceptibilidades y pugnas que obstruyeron en repetidos momentos el ejercicio del Gobierno, tanto en la Península como en Marruecos.
Dicha contención redundó ante la inexistencia de un diseño afianzado por parte de los Gobiernos, constantemente indecisos en sus reglas de juego sobre la gestión colonial y la adjudicación de deberes, aflorando en menor medida en Marruecos y donde el corporativismo militar, junto a la inseguridad en la visión de los intermediarios civiles y la posición belicosa en las líneas avanzadas, compusieron una realidad difusa en el Protectorado español.
Es preciso matizar al respecto, que no debería deducirse de lo aquí referido, que los Gobiernos de la Restauración se vieran nulos para hacer respetar su autoridad en Marruecos. Pues en casos frecuentes, numerosos gabinetes manipularon ese infundado agotamiento para garantizar la puesta en circulación de políticas vehementes y así enmendar la plana de cara al exterior.
Teóricamente, la lucha de titanes entre el poder civil y militar por llamarlo de algún modo, tocó techo en la investigación y subsiguiente comprobación de las responsabilidades políticas y militares habidas en el Desastre de Annual, dando origen a una retahíla de soplos, denuncias e indirectas, a duras penas solapados bajo el paraguas de forcejeos parlamentarios. Y como no podía ser de otra manera, conforme se desenvolvía el Expediente Picasso que se alargó dos legislaturas sin llegar a concluirse, el prestigio del Ejército quedó por los suelos, incluso en mayores cotas que en 1898.
No obstante, el imperativo vertiginoso de responsabilidades por los hechos caóticos de Annual que se habían satisfecho con irreprochable rigor, instaló en una posición descabellada a la clase política del régimen, todavía atrincherada tras inacabables sesiones parlamentarias. Por ende, no es de extrañar que las maquinaciones a modo de complots para llevar a colofón la orquestación de un golpe militar, inexcusablemente se desencadenara al abrigo de este proceso de purga de responsabilidades políticas, que potencialmente se definiría tan infructuoso como las decisiones atrevidas que encabezaron su determinación.
En paralelo, las variables de reactivación de la vida pública tales como la fundación del Partido Social Popular o el triunfo de los socialistas en las Elecciones Generales convocadas el 29/IV/1923 celebradas bajo el sufragio universal, pronto resultaron catapultadas en el apático tránsito político del régimen e intricadas en sus exigencias vigentes y vulnerables ante sus persistentes prórrogas. Y por si fuese poco, la presunta validez de las mismas habían quedado seriamente objetadas.
Al igual que aconteció en el escenario político del régimen de la Restauración, sin ambages ni rodeos, para no extralimitar la extensión de esta exposición, el rompecabezas marroquí soliviantó algunas de las tiranteces e indisposiciones que concurrían en el forjado de la institución armada. Me explico: el Protectorado marroquí o por denominarlo como le concierne, la zona de influencia de España en Marruecos, surtió al Ejército otra ocasión para desembarazarse de sus muchos traspiés coloniales y tender en la medida de lo posible sus facultades y virtudes militares.
Sin inmiscuir, que lloviendo sobre mojado, las mismas anomalías y trastornos de la institución peninsular terminarían repitiéndose.
Con el transcurrir del tiempo, el redoble de despropósitos tocaría fondo y la participación del Ejército de África tendría un alcance taxativo en la vida militar. O lo que es lo mismo: a pesar de encontrarse desalentado, amilanado y sin el entrenamiento conveniente, esta era llanamente la andadura africana del soldado español. Mientras, el septentrión marroquí se había convertido en una especie de trampolín para los oficiales que aspiraban ascender en medio de un escalafón saturado, hallando la llave para eludir la pesada y compleja promoción que les aguardaba. Y en contraposición, el encaje colonial se tornó en una maldición para aquellos otros oficiales que sin elección alguna, acierto o brío para apechugar con su destino, contemplaban con inquietud que el sistema escrupuloso de ascensos al que se encomendaban, podría verse claramente alterado por la ascensión acelerada de aquellos dispuestos en Marruecos.
Además, el preludio de los ascensos por méritos de guerra, orden sancionada en 1911 por el Gobierno de José Canalejas Méndez (1854-1912) para condecorar el carácter, valor e ímpetu de los oficiales coloniales, reafirmó a todas luces estos recelos y que en último término, valieron para puntear la segmentación del Ejército en dos tendencias de pareceres. Mientras los junteros perduraban preconizando la escala cerrada, una de las razones básicas para la composición de las Juntas Militares, los africanistas se instalaron en el bucle de la coartada perfecta para los ascensos por méritos de guerra.
De este modo, Marruecos se erigía en el retrato claroscuro con fuertes contrastes, algunos iluminados y otros ensombrecidos, revelando el estado de salud del Ejército en España, con el quebranto que esta brecha se exhibía en un enclave en el que las campañas militares estaban al orden del día y la fluctuación de los enfoques eran crónicos. Junto con los instantes memorables que se esgrimieron para rotular las primeras crónicas de las operaciones, el Ejército Expedicionario de África experimentó derrotas bochornosas que hurgaron en los cimientos del régimen.
Ninguna tan aplastante como el Desastre de Annual, el mayor drama colonial y uno de los reveses más estrepitosos y clamorosos a los ojos del espectro internacional, en el que saltaron por los aires las muchas mermas. Esta adversidad dilucidó la falta de previsión del mando, o el insignificante impulso militar, el irregular equipamiento táctico de las compañías y el arresto inquebrantable e insaciable de las fuerzas tribales rifeñas que supieron propagar su accionar a otras cabilas hasta entonces pasivas, congestionó en escasamente pocas jornadas la quebradiza estructura militar, hasta desatar el desmoronamiento del sistema de posiciones implantado y el estropicio de una cuantía imponente de hombres, material, armamento y municiones. Sobraría mencionar en estas líneas, que la trascendencia a gran escala del Desastre de Annual no hizo sino hacer perder los estribos y la dislocación entre junteros y africanistas, más la animadversión entre civiles y militares y las perturbaciones acarreadas en el presupuesto del Ministerio de la Guerra.
Las censuras entre uno y otro bando no se hicieron esperar, aumentando en tono y magnitud y polarizando por doquier, los anversos y reversos de los medios de opinión, hasta traspasar en última instancia la línea roja del Parlamento. La ascendente antipatía y aspereza acorraló al entorno político del régimen y por antonomasia, a su máximo exponente, el rey, quien como punta de lanza del Ejército, se encontró ante la tesitura de interceder en la refriega. Su modus operandi de ejecutar este arbitraje no sólo determinó la renuncia de un Gobierno, sino que igualmente atrajo como una piedra de imán el rechazo categórico en algunos círculos de la institución militar, fundamentalmente, adentro del ala juntera.
En consecuencia, la coyuntura marroquí se convirtió en el caldo de cultivo para agrandar el desapego que retraía al régimen de la Restauración de una parte in crescendo de la sociedad española, principalmente, cuando se descorrió en toda su escabrosidad el valor económico y social de una desorientada e improcedente administración, como de una corruptela esparcida y un sinfín de inexactitudes en la observancia de las responsabilidades y deberes.
En definitiva, la repelente y amarga situación de la zona de influencia española y los componentes desarreglados de su dirección, desdeñados y desatendidos por los diversos actores que concurrieron en el Protectorado, acabaron por desdibujar e imprecisar la colonización marroquí en una servidumbre desmedidamente costosa para la configuración del régimen.