Con los manguitos que nos ponían para aprender a nadar y con los flotadores que no aguantaban ni el chapuzón de tu hermano si le daba por caer a tu lado. Así cruzaron varios inmigrantes el espigón fronterizo en la tarde de este martes, en un nuevo acercamiento de los que, por no contarse, no significa que no se produzcan.
Esa imagen que tenemos asumida como normal no lo es. Nadie en su sano juicio opta por echarse al mar buscando la protección en unos elementos infantiles que pueden convertirse en una auténtica trampa.
Quienes lo hacen están tan desesperados que ni siquiera valoran que esos cruces a nado pueden constituir su última travesía.
Ayer la Guardia Civil rescató a un grupo de personas que habían emprendido ruta de esta forma, en traje de neopreno y flotadores de niño chico. Algunos con sus manguitos, buscando mantenerse a flote. Esto es lo que se ha visto y se puede contar, pero la realidad nos escupe cada día historias de tantos y tantos padres que buscan a hijos que siguieron la misma ruta y nunca más aparecieron.
De esos se habla unos días, el tiempo que dura la permanencia de una publicación mediática. Después todo se olvida menos para quienes no tienen noticias ni tampoco encuentran apoyo.
En las estadísticas de Interior -falsas y maquilladas- solo se recoge lo que llega, pero no lo que ni es detectado ni lo que forma parte de esos protocolos de devolución tan activos como Marruecos quiere.
Hablamos, contamos, escribimos, visualizamos una mínima realidad de lo que sucede en la frontera. Tan escasa, pero a su vez tan terriblemente dura. Ver a un hombre agarrado a unos manguitos forma parte de esa imagen que se nos debe quedar en la retina al menos para provocar una reflexión.