Diciembre de 1949. Lunes día 12. La Paloma está atracando en el puerto de Ceuta. Llueve a cántaros. Desafiando el diluvio, algunas personas han bajado al muelle de España, como tantas tardes, para ver llegar al Correo. La gente se agrupa en corros. “Dicen que se han hundido varios barcos cuando atravesaban los isleos”. Los viajeros procedentes de Algeciras nada saben. Pero el rumor arrecia cada vez con más fuerza. Como el Levante. “¡Es cierto, sí! ¡El Lobo es uno de ellos! Yo vengo de la barriada España, donde vive el patrón, y la familia sabe algo.”
El recién llegado es un chaval de quince años. Llora desconsoladamente. Su primo iba en el Lobo Grande. Allí mismo, en Fuerza Navales, alguien confirma la noticia. Está a punto de llegar un remolcador de dicha jefatura que ha rescatado a varios náufragos. “Vayan para la Clínica de Urgencia”. La circulación se colapsa en el Paseo de las Palmeras. El cuadro es patético. Histerismo, llantos, desesperación, familiares de marineros que quieren saber la suerte que han corrido los suyos. En el Hospital de la Cruz Roja, en Real 90, el cuadro es todavía peor. La Policía Armada tiene que intervenir para facilitar la llegada y el ingreso de los náufragos. El remolcador ha recogido a siete y el barco Cristo del Puente a catorce...
Poco a poco iba esclareciéndose la tragedia, al tiempo que el temporal aumentaba su virulencia. Se había hundido el Lobo Grande. Sólo siete de sus tripulantes se habían salvado, unos recogidos por dos traíñas y el resto ganando el puerto a nado o agarrándose a unos bidones. La misma suerte había corrido la traíña Los Mellizos, de Tarifa, también con una dotación de veinticinco tripulantes de los que sólo dos conseguían llegar a tierra, y el San Carlos, de Algeciras, con el mismo número de supervivientes. Otro de los desaparecidos era el pesquero San Ramón, cuyos marineros fueron salvados por el Cristo del Puente.
Setenta años después, el Lobo Grande sigue navegando todavía en la mente de algunos ceutíes. Quienes conocieron aquella jornada difícilmente podrán olvidar ese 12 de diciembre del que podría decirse que toda la ciudad permaneció asomada a la balaustrada de la Marina a la espera de ver regresar a los barcos tras conocerse los primeros rumores del desastre. La tripulación del Lobo la componían marineros llegados de Adra residentes en la ciudad y ceutíes. En total los fallecidos fueron catorce. Todavía quedan en Ceuta familiares de algunos de ellos y también de dos de los armadores.
Los horrores de aquella tragedia se vivieron también en tierra. Algunas personas viven todavía para contarlo. “Hoy ya no se producen aquellos temporales tan violentos. Me acuerdo que esa tarde nos pusimos todas las vecinas de la Ribera con un cuadro del Señor en la playa, pidiéndole auxilio y rezándole. Aquello era exagerado. Cada vez que llegaba una ola el mar se metía dentro de nuestras barracas. Y a la mañana siguiente, cuando abrimos las puertas, se nos introducían las piedras, arrastradas por el agua del mar. Hasta una especie de pescaditos colorados, los trompeteros, se nos metían nadando dentro de las casas”. El testimonio es de Ángeles Villanúa quien siendo muy joven vivió los horrores de aquel mísero barrio que existió en lo que hoy es la playa de la Ribera.
Y en la Ribera nacieron muchos ceutíes como los hermanos Paco y Gabriel León. “Nuestra casa, como estaba arriba del todo, se convirtió en un asilo y en ella acogimos como pudimos a media Ribera”, me contó Ana Castillo, la madre de estos dos grandes artistas ceutíes.
Ana Rodríguez, por su parte, nunca superó el trauma que le supuso la pérdida de un hijo de 14 años en El Lobo, por lo que no logré que me profundizara en el tema. “Yo me opuse a que se fuera a la mar. Pero él estaba empeñado en ganar dinero con el que ayudar a la casa. No paró hasta que convenció al patrón que vivía aquí al lado”.
El temporal destrozó también a cinco marrajeras y tres almejeros, pese a estar amarrados en el puerto, al igual que otras embarcaciones menores, especialmente botes, que se perdieron por el foso. Cerca de medio centenar de familias entre patrones, empresarios y marineros se quedaron en el más completo desamparo ya que todos vivían exclusivamente de la pesca con esos barcos, sin contar las viudas y la numerosa prole de los desaparecidos.
En los primeros días de la tragedia la familia de cada fallecido recibió mil pesetas y quinientas en el caso de los damnificados. Ayuntamiento y delegación del Gobierno auxiliaron a los que se quedaron sin hogar y se abrió una suscripción popular de ayuda. La Cofradía de Pescadores, independientemente de sus ayudas económicas a las familias de las víctimas acogió en un excelente colegio‑ residencia de la época en Sanlúcar de Barrameda, ‘El Picacho’, que aún existe, a todos los huérfanos del naufragio.
“Pese a que eran años de hambre, allí sobraba de todo. Además, nunca olvidaremos el cariñoso trato que recibimos de las monjas. Lo único que echamos en falta fue el cariño de nuestras madres”, me cuenta A.R.L., una de aquellas huerfanitas.
Los días siguientes al naufragio las playas próximas a los Isleros ofrecían un aspecto tétrico con el continuo material procedente de los barcos desaparecidos que iba sacando el mar, al tiempo que las aguas devolvían los cuerpos de los ahogados. El cadáver del patrón de El Lobo apareció a los cinco días, frente a la colonia de Weil.
El 14 de diciembre fue declarado día de luto en Ceuta. En medio de una impresionante manifestación de duelo, cerraron sus puertas todas las empresas, organismos, comercios y cines a partir del medio día. Más emocionante fue aún la del 22, dos días antes de la Nochebuena ceutí más amarga del siglo, cuando la ciudad honró solemnemente a las víctimas. Tras el funeral se organizó una importante manifestación de duelo hasta el muelle España, del que partió la comitiva fúnebre hasta el lugar del suceso. Las primeras autoridades en pleno embarcaron en el RR‑ 28, siguiendo tras el patrullero la traíña Asdrúbal, el remolcador Abyla y la flota pesquera en pleno a la que seguían otras embarcaciones mientras las sirenas de la plaza lanzaban al aire su sonido lúgubre.
Una vez en los Isleros, el comandante general, Delgado Serrano, arrojó al mar una corona de flores y a partir de ahí hicieron lo propio los distintos estamentos y entidades, al tiempo que el Vicario rezaba unas oraciones y las olas arrastraban las coronas. Mientras, desde la azotea del edificio que hoy es sede de la Autoridad Portuaria el padre Armendáriz dirigía sus oraciones a los fieles. “Aquello no lo olvidaré mientras viva, era para verlo y muchísimas personas lloraban desconsoladas, aún no habiendo perdido a ningún ser querido en la tragedia", coinciden en apuntarme testigos presenciales de la jornada que siguieron el acontecimiento desde el muelle o desde distintos puntos de la balaustrada de la bahía norte. Allí estuvo todo el pueblo".
En nuestra ciudad no queda ya ningún superviviente de El Lobo, pero mis indagaciones me llevaron a dar hace unos años con Francisca León Rodríguez, la hija del más joven de los armadores del barco, Joaquín León Rodríguez. Sus otros socios eran José Fortes, abuelo del ex‑ presidente de la Ciudad, y José Rayo.
¿Qué recuerdos tiene de El Lobo, Francisca?
Muchísimos. Vi como lo construyó Joaquín El Sordo, debajo del Puente Almina y asistí a su botadura, fue muy solemne.
¿Sabe cómo se les ocurrió hacerse a la mar en medio de aquel temporal?
Es que se levantó de repente. Soplaba el levante, pero a eso de las tres de la tarde se desató el terrible temporal. Yo estaba con mis hermanos en el balcón y mi madre nos metió porque caía como agua nieve y el cielo estaba muy extraño.
¿Se acuerda cómo se vivió la tragedia en su casa?
Mi tío se presentó a media mañana y nos alertó de la situación. Unos tíos de mi madre venían en el María López y en el Asdrúbal, que por poco cae también. La suerte fue que alcanzaran el puerto junto a otros dos barcos que navegaban muy cerca de ellos poco antes de ocurrir la tragedia.
¿Cuándo conocieron en su hogar la noticia del grave desastre?
Otro tío mío se trajo a mi abuelo a nuestra casa para dejarlo con mi madre. Aquello nos inquietó. Venían muy preocupados porque el temporal había roto en el muelle las amarras de muchos barcos y los destrozos comenzaban a ser tremendos. Subimos a la azotea y mi familia se puso en lo peor cuando vio los Isleros. Al rato aparecieron cariacontecidos otros dos tíos de mi padre que contaron lo sucedido en medio de las continuas idas y venidas a la Comandancia de Marina.
Horrible, ¿verdad, Francisca?
Peor fue aquí, en la barriada España, donde vivían tantísimas familias de pescadores, algunos de los cuales perecieron en la tragedia.
Aquí vivía también Miguel Rodríguez León, el patrón, que era primo de ustedes, ¿no?
Sí, en García Benítez. Era primo hermano de mi padre y de mi madre. Precisamente unos días antes había estado enfermo y mi padre lo sustituyó en el barco. La víspera de la tragedia estuvieron porfiando a ver cual de los dos se embarcaba. Tuvo que intervenir mi abuelo, quien dijo que, caso de no ponerse ambos de acuerdo, lo haría él.
¿Llegaron a sacar a El Lobo del fondo del mar?
Sí, y encontraron en la bodega a un marinero ahogado. Yo recuerdo que escuché que recuperar el casco fue lo peor que pudo ocurrir ya que el pesquero no estaba asegurado y a partir de ahí comenzó la ruina para la familia.
¿Pero no disponían también de El Lobo Chico?
Sí, pero como las desgracias nunca vienen solas, pasado un tiempo, un incendio acabó con el barracón en el que tenían los tinteros y lo perdieron todo. Entonces no hubo otro remedio que vender el otro Lobo.
¿Su padre volvió a embarcarse de nuevo?
Algunas veces, sí, en los barcos de sus familiares. Pero él se dedicó fundamentalmente a trabajar las redes, en lo que era un maestro. Se empleó primero con Vidal y luego con Borrás. Fue también el presidente de la Cofradía de Pescadores y un gran hombre de paz.
¿Alguno de sus hermanos siguió con la tradición familiar de la pesca?
Ninguno de los ocho. Mi padre se opuso siempre. Sólo el pequeño se embarcaba a veces en los barcos del abuelo José, el María López, el Hermanos Rodríguez y el Asdrúbal, que eran los más importantes de entonces. Uno de mis hermanos se ordenó sacerdote, el Padre León, párroco que fue del Valle, y otros dos trabajaron en Intendencia y Artillería.
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