Opinión

3 de Julio

El gran divulgador de la cultura del pan artesano, Ivan Yarza, nos relata en su último libro (Pan de Pueblo, Grijalbo, 2017) lo que a su juicio es el universo del panadero: “Los panaderos son carpinteros, horneros, científicos, transportistas, químicos, cocineros, meteorólogos, escultores e incluso un poco gimnastas; los panaderos son los decatletas de la gastronomía. El panadero prepara el alimento con sus propias manos, dándole forma como un alfarero. Todo el proceso panadero está rodeado de una fisicidad continua…los panaderos no solo proporcionan lo más esencial, el alimento básico y totémico …, además han creado durante generaciones un marco de confianza que los convertía en una de las vértebras de la sociedad…”.

Nuestra pequeña panadería familiar está ubicada en el municipio granadino de Dílar. A pesar de su cercanía a Granada (apenas 18 Km.) y de su escasa población (poco menos de 2.000 habitantes), el término de Dílar se extiende de Oeste a Este a través de 25,3 km, con una altitud en su punto más occidental de 850 metros hasta su punto más oriental, el pico del Veleta, con 3.398 metros de altura sobre el nivel del mar. Gran parte de su término está incluido en los Parques Natural y Nacional de Sierra Nevada; e incluso algunas de las mejores pistas de la Estación de Esquí de Sierra Nevada están en su demarcación. Un pueblo de vega y de alta montaña, aunque cercano y diferente.

Creo que no ha sido mala opción la decisión de pasar el verano allí. Lejos del bullicio de la gran ciudad, que se vuelve a replicar en nuestras costas. Parece que ya no podemos vivir sin este ajetreo. No obstante, cada vez son más los ciudadanos que optan por lugares diferentes. Volver a nuestros orígenes. Pasear por las estrechas callejuelas de una aldea perdida de nuestra enorme y rica geografía. Zambullirse en las aguas limpias, frías y cristalinas de los ríos aún no contaminados. Volver a escuchar el canto de los pajarillos en el campo. Contemplar los espectaculares amaneceres, o los plácidos atardeceres, desde la azotea de tu casa del pueblo. Poder descubrir los millones de estrellas, en sus correspondientes constelaciones, desde unos cielos casi limpios de contaminación. Volver a sentir el placer de oler a pan recién horneado. Estos pequeños placeres son la esencia de la vida.

He decidido que durante este verano voy a experimentar como “…carpintero, hornero, científico, transportista, químico, cocinero, meteorólogo, escultor y gimnasta...”. O lo que es lo mismo. Voy a ser y sentir como un panadero, aunque a determinadas horas del día o de la noche, se necesite algo más que vocación para soportar la bravura de las temperaturas del obrador en pleno funcionamiento. Pero ello me va a dar oportunidad para contemplar la vida misma a través de sus protagonistas. Van a ser nuestros asiduos visitantes y consumidores del buen pan, los que con sus historias me inspirarán para construir esta serie de relatos cortos, a través de la cual intentaré trasladar de forma figurada a los lectores a esos maravillosos escenarios, que todos tenemos cerca, pero que casi nunca sabemos apreciar.

La primera historia me la ha inspirado una fecha y una mujer muy especial. Se trata del 3 de julio. Un día que me trae muy buenos recuerdos y en el que me han ocurrido mejores cosas. Aparte de determinadas experiencias que se han producido en dicha fecha a lo largo de mi dilatada vida profesional, la más destacada se produjo cuando entré a prestar mis servicios como empleado público. Esto se produjo hace unos 40 años. El asunto tuvo su enjundia. Os lo cuento.

En ese mismo día tenía que tomar posesión como funcionario (condición imprescindible para serlo, además de aprobar la oposición correspondiente), pero también tenía que incorporarme a filas. Entonces el Servicio Militar era obligatorio. Yo había aprobado mi oposición después de varios intentos y en condiciones bastante complicadas. Éramos más de 300 opositores para una sola plaza. Se convocaba porque en la agencia de destino había un solo empleado que, casi, no podía irse de vacaciones. La mejor puntuación fue la mía, que no tenía hecha la “mili”. La segunda, a muy poca distancia, la de mi compañero de preparación de la oposición, que la había terminado. Él era soltero y podría ocupar el destino inmediatamente. Yo, estaba casado y tenía un pequeño hijo al que alimentar, pero tenía que incorporarme a filas. Es decir, no le solucionaba el problema a la Administración.

No sé si fue el destino, o la suerte, o ambas cosas, las que me ayudaron a solucionar el problema. Acababa de aprobarse una normativa por la que los casados con hijos nos librábamos del Servicio Militar. Dicho y hecho. Me cambiaron la vida. Con el paso del tiempo, un viejo compañero, ya jubilado, me confesó que en aquel Tribunal se barajó la opción de que yo no fuera seleccionado. Afortunadamente se impuso la cordura y el sentido común.

Pero, un par de años antes, en esa misma fecha, me ocurrió algo mucho más importante. Contraje matrimonio con la que sigue siendo la mujer de mi vida. Es la madre de mis tres hijos y la abuela de mis nietos (la actual y los que vendrán). Es la que me ha inspirado en casi todo lo que he hecho. La que me ha frenado cuando debía hacerlo, o la que me ha ayudado a seguir adelante, cuando flaqueaba. Continuar a su lado es una de las cosas más maravillosas que me han ocurrido. Su sencillez, su fortaleza y su humildad, siguen siendo fuentes de inspiración para mí.

Como decía Serrat en su preciosa canción, “…Ella es más verdad que el pan y la tierra”. Simplemente, es la mujer que yo quiero y a la que dedico este primer relato en nuestro 42 aniversario.

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