La Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU), en su Resolución 836/9, recomendó en 1954 que los países instituyeran el Día Universal del Niño para fomentar la fraternidad entre todos ellos y promover su bienestar. Cinco años más tarde, el 20 de noviembre de 1959, marca la fecha en que la Asamblea aprobó la Declaración de los Derechos del Niño, y treinta años más tarde, en 1989, la Convención sobre los Derechos del Niño hace lo propio actualizando y adaptando su contenido a las nuevas necesidades. Más tarde, en septiembre de 2000, durante la Cumbre del Milenio (celebrado por UNICEF), los líderes mundiales establecieron ocho objetivos de desarrollo del milenio, seis de los cuales incumben de forma directa a la infancia, y los otros dos también pretenden mejorar las vidas de los niños de forma indirecta.
El COPCE lamenta la incapacidad del ser humano, representados por las instituciones gubernamentales e internacionales, para cumplir mínimamente estos objetivos y mejorar la calidad de vida de los más débiles, pues cada treinta segundos muere un niño en el mundo de inanición, de enfermedades curables en el primer mundo, por persecuciones étnicas o a causa de las cruentas guerras. Millones de ellos son explotados o esclavizados sexual y laboralmente, y muchos más carecen de una mínima formación, asistencia médica o tienen cubiertas a duras penas sus necesidades más básicas. Si hablamos de nuestro país, tan frecuentemente calificado como Estado de Derecho, se encuentra en tercera posición en pobreza infantil de la UE, sólo por detrás de Rumanía y Bulgaria, dedicando tan sólo el 1,3% del PIB frente a un 2,3% medio europeo. Según UNICEF, un 34,4% de los niños españoles se hallan en situación de pobreza y exclusión social.
Ni que decir tiene las graves y lógicas secuelas psicológicas que padecen estos niños, quienes, ya desde edades muy tempranas, presencian los horrores y atrocidades de los adultos, sufren constantemente carencias de todo tipo, son víctimas inocentes de las desestructuraciones familiares que conlleva la severa pobreza, de las bruscas separaciones familiares y de sus raíces, etc. El COPCE insta a las autoridades a doblegar los esfuerzos para proporcionar a nuestra futura generación, no sólo un techo y alimentos, sino las condiciones que favorezcan un desarrollo armónico e integral que abarque el ámbito escolar y familiar, que procure una mínima estabilidad donde puedan sentirse amados, donde puedan jugar despreocupados y, en caso de afectación, dispongan de servicios psicológicos especializados que prevengan posibles futuros trastornos de todo tipo.