La crisis ha terminado. La economía crece a un ritmo excelente. Ya se crea empleo. Después de la tempestad, viene la calma. Volvemos a la normalidad. Este es el discurso de los mercados, administrado por sus lacayos políticos en dosis hábilmente calculadas, para reiniciar una nueva etapa sin que la ciudadanía sea consciente de la brutal reconversión que ha sufrido nuestro zarandeado estado de derecho. La clave de su estrategia es llevar al ánimo de los trabajadores y trabajadoras (en especial de los más jóvenes) que todo ha sido fruto de un “mal pasajero” que, sabiamente gestionado, dará pié a un periodo de bienestar incluso mejor que el destruido. De esta manera, la rabia (“por el daño sufrido”) y el sentimiento de rebeldía (“ante tamaña injusticia”) son sustituidos por el lamento (“hemos tenido mala suerte”) y la paciencia (“todo se solucionará).
Lo que ha sucedido no es una crisis coyuntural ni un vendaval fortuito, sino un movimiento perfectamente orquestado por el gran capital para adaptarse a las nuevas coordenadas económicas determinadas por la globalización. Los salarios “europeos” son incompatibles con una política de abusivos beneficios empresariales. La única “solución” es cambiar las estructuras del mercado de trabajo para “abaratar” el coste de la mano de obra. Este es el fin último de toda esta nauseabunda maniobra. ¿Cómo se hace eso en un estado democrático, de un elevado nivel de vida, y una innata autoestima de sus clases medias? La demolición se acomete desde los cimientos. Y los cimientos en una democracia avanzada son los derechos. La reducción de los salarios es la consecuencia directa y automática de la pérdida de derechos. Paulatinamente se ha ido desposeyendo a los trabajadores de todos los mecanismos legales de protección, hasta aislarlos y recluirlos en su propio miedo, infundido por una fatalidad ante la que nada se puede hacer. Los mercados son crueles e inmisericordes; pero no imbéciles. Saben perfectamente que tan profunda “revolución de los ricos” no se puede hacer drásticamente y a cara descubierta, sino de un modo taimado y maquiavélico para que todo parezca el desarrollo natural de hechos sobrevenidos sin culpable alguno. Así hemos llegado al momento en el que el mercado de trabajo se mueve a dos velocidades. Los que conservan sus empleos son salarialmente respetados(a duras penas); mientras se promueven despidos (y jubilaciones) silenciosos; y las nuevas incorporaciones ya asumen las “nuevas condiciones” de este tiempo (los trabajos no son indefinidos, los salarios son bajos y no hay derechos más allá de lo pactado “libremente” entre empresa y trabajador). Es un modo de esclavitud en versión siglo veintiuno. La ecuación es tan simple como hace dos siglos: trabajadores sin derechos, equivale a sueldos miserables, y ello reporta ingentes beneficios empresariales.
Este proceso “revolucionario” desencadenado en las mesas de los Consejos de Administración de las grandes corporaciones internacionales, no ha sido sencillo. Muchos ciudadanos y ciudadanas, conscientes de lo que estaba sucediendo, se han opuesto con valentía y dignidad. Este es el origen del 15-M. A pesar de la incalculable panoplia de medios de los que disfruta el poder económico (el auténtico), la resistencia ha sido fuerte y combativa. Son millones de personas las que no se han dejado engañar y han luchado con denuedo para evitar el desastre que supone destruir la red de derechos sociales tejida con mucho esfuerzo durante décadas.
El punto álgido de esta dura e histórica batalla estuvo en el prolongado proceso electoral que, durante un año, hemos vivido en este país. Los mercados han logrado salir airosos. Sus partidos políticos (PP, Ciudadanos y medios PSOE) han ganado la partida frente a quienes representaban la resistencia (Unidos Podemos y el otro medio PSOE). Y ahora, desde la euforia que provoca sentirse vencedor, están dispuestos a consolidar definitivamente la escabechina (ya anunciado el Presidente aupado por PP, Ciudadano y medio PSOE), que está dispuesto a dialogar todo lo que se quiera; pero la política económica y la reforma laboral (las armas de destrucción masiva de derechos) no se tocan. La burla del soberbio vencedor frente a los inermes vencidos.
¿Qué hacer ahora? Elegir entre dos opciones clásicas: resignarse o luchar. Si asumimos la derrota y damos por finiquitada la batalla, ya sabemos a qué estamos contribuyendo: implantar definitivamente un nuevo modelo de sociedad en el que la consustancial precariedad de la mayoría social sostiene la opulencia de las élites. La alternativa (como siempre) es la lucha desde la unidad del pueblo para recuperar lo perdido: un modelo de convivencia fundamentada en la dignidad de las personas y los derechos sociales. Cada cual debe elegir el bando en el que quiere estar. Subyugado o rebelde. Algunos (no sé cuantos), no vamos a abandonar la lucha. Y como decía Silvio Rodríguez, “Vamos a andar; hundiendo al poderoso; alzando al perezoso; sumado a los demás.” Para recuperar derechos.
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