García Márquez insistía antes de despedirse del mundo –y de que el alzheimer le confiscara la memoria– que a la vuelta de cualquier esquina puede anidar una buena historia.
Y acto seguido rememoraba aquel milagroso día en el que una, en apariencia, insignificante visita a un cementerio al que le había enviado el director de su periódico para cubrir un traslado de féretros le sirvió en bandeja el hilo conductor de Del amor y otros demonios. “Los muertos, siempre silenciosos, son los que callan los mejores argumentos”, confesaba en una entrevista.
Tuviera o no razón el extinguido genio de Aracataca, las vidas de 12.000 almas que algún día pisaron nuestras calles regresan estos días, aunque sea por unas horas, a la memoria de quienes se acercan hasta Santa Catalina para saludarles. Con quienes se fueron para no volver ocurre como con cualquier otro recodo de la conciencia: uno les recuerda a diario o simplemente acude a la llamada del calendario para que la lápida luzca limpia y el vecino no critique. Nadie confiesa en cuál de los dos grupos milita, pero el resultado al menos ayer, y volverá a reeditarse hoy, era el de un enorme manto de colores, el de las flores, cubriendo las casi 90 galerías por las que serpentea el camposanto.
“Niño, eso aquí no”. Una madre reprende a su hijo a media tarde, entre los rótulos que marcan las calles de San Cosme y San Rafael, porque garabatea algún mensaje en su móvil y su interlocutor le responde con el consiguiente aviso sonoro de WhatsApp. Rompe con el zumbido cibernético la armonía de un hilo musical que destila música clásica. A su alrededor, escalera arriba y abajo, apenas cinco personas. Pero otros cientos observan impávidos desde fotografías, la mayoría en blanco y negro o sepia, alojadas en portarretratos tras los cristales que salvaguardan del polvo las lápidas.
Las décadas no perdonan y han entramado su propia selección natural: los nichos desocupados encuentran nuevos inquilinos, de forma que en la galería de San Alfonso, como en tantas otras, comparten tabique, apenas a unos centímetros, ceutíes que se despidieron del mundo en 1936, aquel convulso y fatídico año, con otros fallecidos en la década de los 90. Floreros desconchados –vacíos, sin nadie ya que los atienda– y letras roídas en el mármol junto a recipientes de aluminio y rosas de plástico resistentes al efecto marchito y pagadas, probablemente, a golpe de euro en cualquier bazar oriental.
Peldaños arriba alguien encargó una leyenda que reza “En la tierra juntos una temporada, y en el cielo toda la eternidad”. Y a un puñado de metros, junto a un rostro luce un escudo del F. C. Barcelona. O la leyenda “Artillero”, o un violín. “Hay gente pa tó”, sentenció Guerrita (o quizás el Gallo, que circulan dos versiones) cuando descubrió que Ortega y Gasset se definía como “filósofo”. Pa tó, incluso hasta en el más allá.
En la galería Virgen del Rocío dos mujeres con un puñado de décadas a sus espaldas sentencian: “Ahora está el nicho más limpito, nos hemos acordado de ellos”. Y cerca de la de San Enrique, una matrimonio pleitea de forma airada: “Pues no habrá podido venir tu hermano. Tírale las flores secas y ya está”. En los dos casos, botella vacía de cinco litros colgando de una mano, síntoma del trabajo cumplido.
Cerca de la puerta de acceso, el mausoleo de Sánchez-Prado luce desbordado de flores. Los nichos de los inmigrantes indocumentados que aparecieron ahogados, desnudos de ellas. Contrastes. Y las galerías nuevas, junto a las de Santa Irene y Santa Rosa, exhiben sus huecos oscuros a la espera de inquilinos. Eso sí, cuanto más tarde mejor...