Categorías: Opinión

10-m ¡Toma la calle!

No existe la neutralidad ante los conflictos sociales. La propia condición humana lo impide. Lo que si existe son múltiples y diversas formas de militancia. Muchas de ellas encubiertas. Quienes pretenden mostrarse asépticos ante una injusticia son, en realidad, cómplices del lado más fuerte. Esta es una reflexión que nadie debería perder de vista en el tiempo que estamos viviendo.
Nuestro modelo de sociedad está cambiando sustancial y vertiginosamente. Los parámetros básicos que ordenaban nuestra convivencia, y que considerábamos inamovibles, se están desfigurando hasta hacerlos irreconocibles por una ciudadanía que aún no termina de comprender y asumir los que está sucediendo. Una gran parte sigue aferrada a la teoría de la pesadilla pasajera, según la cual, en un periodo relativamente breve de tiempo, retornaremos a la arcadia feliz, hoy en el recuerdo. Sin embargo, los hechos apuntan en otra dirección. La democracia avanzada, denominada “estado del bienestar”, pivota sobre dos elementos: el trabajo digno y los derechos sociales. Ambos han pasado a ser una quimera. Es complicado explicar brevemente las razones de esta involución. Valga como resumen decir que los intereses del gran capital en el mundo globalizado son incompatibles con los niveles de confort generalizado alcanzado en los países de occidente.
Lo cierto es que hace muy poco tiempo luchábamos por una jornada laboral de treinta y cinco horas, y empleo estable de calidad; y hoy se acepta cualquier puesto de trabajo por indigno que sea y mal retribuido que esté. Hemos pasado de intentar extender la atención a todas las personas dependientes, a cerrar las puertas de los hospitales a los enfermos por falta de medios. El sueño de la vivienda propia se ha convertido en el espanto del trágico desahucio.
La conclusión es tan obvia como dramática: han entrado en conflicto abierto los intereses del capital con los de los ciudadanos, y el poder político se ha aliado indisimuladamente con el capital. Mantendrán sus beneficios con el sufrimiento de la gente humilde. Estamos ante una injusticia horripilante, que no admite paliativos. No podemos callar. Porque nuestro silencio es su poder.
Es verdad que la comodidad desmoviliza. Gozar de buenas condiciones de vida ha ido creando la conciencia, sobre todo entre la gente joven, de que los derechos sociales no eran conquistados, sino una especie de derecho natural y por tanto incuestionable. Despertar está resultando muy duro. Pero el conjunto de la sociedad se está desperezando. Aún aturdida y sin referencias claras, pero al menos comienza a cundir el instinto de rebeldía. Estamos en un momento crucial de este proceso de reconversión impuesto. Es hora de interiorizar que nada es inmutable. La historia de la humanidad demuestra que todos los cambios sociales de envergadura han sido protagonizados por la voluntad del pueblo. No hay excepciones. El protagonismo tiene que volver a la ciudadanía.
La calle, como espacio público de expresión, tiene que reflejar rotundamente el rechazo al paulatino desmantelamiento de nuestro sistema de derechos colectivos. El próximo domingo, día diez de marzo, tenemos una obligación moral ineludible con nuestro propio respeto. Ceuta no puede ser, otra vez, una nota tristemente discordante, paradigma de la amarga indolencia. Hemos demostrado, hasta la saciedad, nuestra extraordinaria habilidad para encontrar excusas, pretextos y justificaciones. Pero eso ya no vale. Es otro tiempo. Y tenemos que librarnos de nuestros demonios. Porque es imposible avanzar juntos sumidos en la discrepancia, el odio, la rencilla, el resentimiento, la envidia o el egoísmo.
Un último mensaje a los militantes del fatalismo, que viven agarrados al “no sirve para nada”. ¿Acaso sirve para algo contemplar impasibles como nos destrozan la vida? Toda lucha germina. Cada cual desde su propia opción, pero todos imprescindibles contra la injusticia.

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