Queridos diocesanos:
Ante una de las crisis más duras de cuantas ha padecido España, a causa de la pandemia del Covid-19, os escribo para compartir con vosotros el sentir de la Iglesia y el mío propio, unido a los sentimientos de los sacerdotes con los que estoy en comunicación en todo momento, y fortalecernos en la fe.
Quisiéramos estar más cerca que nunca de quienes peor lo están pasando —que, sin duda, son aquellas familias que sufren estos días la pérdida de un ser querido, acrecentado aún más si no han podido despedirse de ellos— y acompañarlas en su sufrimiento. Deseo expresar de igual modo mi comunión, y la de toda la diócesis, con nuestro abrazo y la oración constante por aquellos que más han sufrido, donde quiera que estén: desde los que han muerto o están en grave peligro de fallecer, a los familiares y amigos que les acompañan con cariño y profunda compasión.
Rezamos también por los profesionales sanitarios, médicos, investigadores, enfermeros y personal de servicios auxiliares, administrativos y de limpieza. Igualmente a los agentes del orden público, militares, trabajadores en los suministros y alimentación, transporte, empresarios que contribuyen poniendo sus bienes y empresas grandes y pequeñas al servicio solidario del bien común, voluntarios, etc. Sin olvidar a los que ayudan a los pobres en las parroquias o están disponibles para servir a los demás en sus domicilios. La pandemia estrecha nuestra unión y nos hace más agradecidos. Cualquier aplauso es poco para agradecer a cuantos nos sirven y se desviven por nosotros haciendo que pueda superarse esta crisis, asistiendo con desvelo a las personas, dando lo mejor de si mismos, aún con riesgo de su salud y de su vida, a veces heroicamente. A todos os acompañamos con nuestra plegaria constante y afecto sincero.
Los caminos de Dios son misteriosos (Ecclo 11,5). Nos cuesta ver su voluntad en todo esto, aún reconociendo que la vida humana está jalonada de retos, luchas y combates donde se pone a prueba nuestro valor y nuestra fe, pero donde también crece nuestra unión con Dios y nuestra fraternidad, si hacemos nuestra la historia de la salvación. Ningún mal viene de Dios, al contrario, incluso del mal moral —que tiene su origen en los pecados de los hombres y que a veces tiene consecuencias en males físicos— Dios es capaz de sacar bienes. “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio” (Rm 8,28). Nos encontramos en lo más profundo con el misterio del sufrimiento y de la muerte que encuentra su única respuesta en Cristo crucificado. La fragilidad y el dolor nos hermana entre nosotros y con Cristo sufriente que no deja de acompañar a su pueblo y de padecer con él, desvelando el amor del Padre que entregó a su Hijo para salvarnos. Recordemos en este momento la llamada del Señor —“venid a mi los cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11.28)— y a acudamos decididamente a Él.
Nos encontramos en lo más profundo con el misterio del sufrimiento y de la muerte que encuentra su única respuesta en Cristo crucificado.
La Cuaresma que estamos viviendo está resultando una dura prueba que puede llevarnos a la conversión en el seguimiento más radical de Cristo. La ceniza sobre nuestras cabezas con que se inició esta peregrinación hacia la vida, en la verdad de las cosas, nos recordaba la fugacidad de la existencia y la inconsistencia de todo lo nuestro, pero también que bajo ciertas cenizas de la amnesia de Dios contemporánea aún puede arder el rescoldo de una fe que, si prende de nuevo, hará que arda de amor nuestro corazón para dar luz y calor al mundo. Miremos de nuevo a Cristo que nos invita a profundizar en su amor y a cargar la cruz. Estoy comprobando que, en nuestro confinamiento cuaresmal, estamos reforzando la experiencia de la comunión de los santos y el firme soporte para nuestra fe de las devociones piadosas más arraigadas, como el Santo Rosario, el Via Crucis, la Liturgia de las Horas, la meditación de la Palabra de Dios. La oración es el lenguaje de la esperanza y esperanza en acción. Sentimos así la fortaleza de la fe y el vigor de la caridad. Además, la limosna que comparte lo nuestro, el ayuno y la privación de tantas cosas, y la oración continuada nos ayudan también a acompañar al prójimo en el sufrimiento, porque responde a la entrega que Cristo ha tenido con nosotros al padecer y morir en la cruz. Es la escuela donde se supera el individualismo, crece la solidaridad, la dependencia filial y el sentido de comunidad.
En nuestro confinamiento cuaresmal, estamos reforzando la experiencia de la comunión de los santos y el firme soporte para nuestra fe de las devociones piadosas más arraigadas, como el Santo Rosario, el Via Crucis, la Liturgia de las Horas, la meditación de la Palabra de Dios.
Han quedado patentes nuestros límites, nuestra fragilidad, que somos caducos y débiles. A la vista están las dificultades para muchas familias, especialmente para los ancianos, y para los más frágiles, pero el dolor, sin embargo, nos une más. “El sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo” (San Juan Pablo II, Salvifici Doloris 30). Todo ello ha de ayudarnos a acrecentar entre nosotros las obras concretas de la caridad, como nos ha recordado el Papa Francisco. Vivamos intensamente, en este momento crítico, la caridad entre nosotros en la convivencia del confinamiento domiciliario, con una especial solicitud por los cercanos y vecinos que necesiten consuelo y atención, cuidando especialmente a los enfermos. La dificultad del contacto físico requiere un especial amor creativo que invente nuevas formas de manifestar el amor, la cercanía y el apoyo afectivo que tantos necesitan, sobre todo con los que viven solos, ayudados por los medios tecnológicos actuales. No olvidemos a los más necesitados, colaborando en lo posible para ayudar a los enfermos e indigentes. Seamos ejemplarmente dóciles y sacrificados cumpliendo rigurosamente las indicaciones cívicas y sanitarias dispuestas por las autoridades.
La dificultad del contacto físico requiere un especial amor creativo que invente nuevas formas de manifestar el amor, la cercanía y el apoyo afectivo que tantos necesitan, sobre todo con los que viven solos, ayudados por los medios tecnológicos actuales.
Vivamos ahora la Semana Santa acompañando a Cristo que sufre como Siervo de Dios para cargar con nuestros pecados y dolencias y para vencer la muerte en su triunfante Resurrección, por la que nos hace partícipes de la vida eterna. En nuestra situación actual entendemos mejor su Pasión, el desprecio y la soledad que sufre el Señor, el abandono de los suyos, su entrega consciente y ejemplar para vivir amando con coherencia. Miremos a al Señor Crucificado, a quien otros años hemos contemplado piadosamente en las procesiones de nuestras calles, pero que ahora prolonga su doliente presencia entre nosotros en medio de los que sufren, y reclama nuestra ayuda como cireneos para soportar la cruz y sentir más que nunca a su lado su peso extenuante. “Me amó y se entregó por mi” (Gal 2,20). Son nuestros pecados los que le han crucificado. Él, sin embargo, cura nuestras heridas y nos responde con amor, abriendo un caudal de misericordia de donde brota la salvación del mundo.
En nuestra situación actual entendemos mejor su Pasión, el desprecio y la soledad que sufre el Señor, el abandono de los suyos, su entrega consciente y ejemplar para vivir amando con coherencia.
Os recomiendo seguir las celebraciones de Semana Santa por los medios de comunicación. Pero quisiera algo más: que el impedimento doloroso de no participar comunitariamente no nos impida orar profundamente unidos a toda la Iglesia que celebra el Misterio Pascual. Hacedlo desde vuestra casa con piedad, evitad toda distracción, venerad alguna imagen o estampa que tengáis de Cristo y de María. Siguiendo las indicaciones de la Santa Sede los sacerdotes —cada uno según su prudente criterio pastoral, pero siempre íntimamente unidos a vosotros— podrán celebrar, sin que el pueblo esté presente, en el templo, incluso la Misa en la Cena del Señor. Sintámonos fortalecidos como Iglesia. En las retransmisiones orad con devoción y responded a los sacerdotes como si estuvieseis allí mismo en la iglesia. Gracias a ellos, que os siguen acompañando muy de cerca, tendréis todo cuidado pastoral. Se lo he agradecido personalmente y seguirán pendientes de cuánto necesitéis. Aprovechemos este largo tiempo que hemos de compartir para leer juntos la Pasión del Señor, o para participar a través de los medios de todo aquello que nos adentre en lo que estamos celebrando.
Os recomiendo seguir las celebraciones de Semana Santa por los medios de comunicación. Pero quisiera algo más: que el impedimento doloroso de no participar comunitariamente no nos impida orar profundamente unidos a toda la Iglesia que celebra el Misterio Pascual. Hacedlo desde vuestra casa con piedad, evitad toda distracción, venerad alguna imagen o estampa que tengáis de Cristo y de María.
He tomado la decisión, después de valorarlo con los Vicarios y Arciprestes, de aplazar la Misa Crismal. Como sabéis se trata de una celebración eminentemente comunitaria que nos convoca a sacerdotes y fieles para celebrar que Cristo, el Ungido, nos hace participar de su vida a través de los sacramentos. Allí se consagran y bendicen los Santos Óleos y los sacerdotes renuevan sus promesas sacerdotales. Es uno de los momentos privilegiados de la liturgia de la Iglesia que experimenta de modo impresionante la fuerza de la Redención y la profundidad de la comunión que nos une más allá de nosotros, porque viene de Dios. Se trata de un encuentro gozoso en el que, como Pueblo Santo de Dios consagrado a Él, gozamos unidos a nuestros pastores que renuevan entonces sus compromisos sacerdotales. Pues bien, cuando pase esta tribulación, nos reuniremos para dar gracias a Dios y vivirlo con la grandeza litúrgica y espiritual que merece, experimentando juntos de nuevo la presencia victoriosa del Resucitado.
Deseo de corazón que Cristo Resucitado nos llene de su luz para hacer su voluntad y seguir su camino. Os pido que intensifiquemos nuestra oración por los difuntos, por los enfermos, por el personal sanitario, por todos los servidores públicos; por los sacerdotes, consagrados, catequistas, familias y cuantos nos sostienen en la fe.
Deseo de corazón que Cristo Resucitado nos llene de su luz para hacer su voluntad y seguir su camino. Os pido que intensifiquemos nuestra oración por los difuntos, por los enfermos, por el personal sanitario, por todos los servidores públicos; por los sacerdotes, consagrados, catequistas, familias y cuantos nos sostienen en la fe.
Imploremos con toda Iglesia al Señor Crucificado y Resucitado para que la humanidad sea liberada del flagelo de esta pandemia, e invoquemos la intercesión de la Santísima Virgen María, Madre de la Misericordia y Salud de los Enfermos, Auxilio de los Cristianos, Abogada nuestra, para que socorra a la humanidad doliente y nos obtenga todo bien necesario para nuestra salvación y santificación.
– Por Rafael Zornoza Boy (Obispo de Cádiz y Ceuta)
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