En instantes tan complejos como los que padecemos por la pandemia del COVID-19, el advenimiento del Viernes Santo se auspicia como una de las celebraciones más representativas y profundas de la liturgia y piedad de la Iglesia, que conmemora la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo.
En pleno siglo XXI, la Cruz levantada sobre el mundo, permanece en pie como signo de salvación y aliento para quienes cargan con tribulaciones, especialmente, cuántas personas están sumidas en la crisis actual.
Inexcusablemente, en el oficio de hoy, se ruega a Dios para que mire con misericordia por los que sufren, mitigue el tormento de los contagiados, dé firmeza a quienes cuidan de ellos y acoja en la paz a los difuntos.
Es un día en el que sin duda, la ‘Oración Universal’ adquiere más relevancia de lo habitual, porque miramos a Cristo entregado en la Cruz como el Redentor de la humanidad, profundamente herida y desbordada por el virus.
La Cruz Gloriosa, como no podía ser de otro modo, ocupa el centro neurálgico de cualesquiera de los lugares más distantes de la Tierra. No ya sólo porque rememora el final amargo de Cristo, sino, porque la Cruz, sintetiza su vida pública y nos reubica en el misterio de la fe. Consecuentemente, el ‘Camino’, la ‘Última Cena’ y el ‘Calvario’ son misterios congruentes y convergentes. La fe posee sus coherencias y la liturgia, poco a poco, nos concede degustarla.
Por una parte, la ‘Última Cena’ nos define alegóricamente el itinerario de Jesús al servicio del Reino de Dios y, simultáneamente, en los símbolos, nos adelanta el sometimiento irrevocable de Cristo en el ‘Calvario’. Lo que en la cena era la recapitulación y anticipación simbólica, en la Cruz se hace visible, o sencillamente, se cumple íntegramente.
A causa de este valor compendiador, por antonomasia, la Cruz se torna en la señal característica del cristiano, hasta redescubrir la exégesis que nos propone. En ella, observamos el semblante afligido del Señor. Él, es el ‘siervo paciente’ y el ‘varón de dolores’, empequeñecido y despreciado por las gentes. Tanto en la Pasión como en la Cruz, se nos muestra el rostro de Dios que experimenta la angustia por su Hijo.
Mismamente, en Jesús crucificado se nos revela la omnipotencia de Dios, y, a la par, se evidencia la dignidad que corresponde a todo hombre, por el hecho de tener un rostro y corazón humano.
Al respecto, San Antonio de Padua (1195-1231) escribe en sus ‘Sermones Dominicales et Festivi III, pp. 213-214’: “Cristo, que es tu vida, está colgado delante de ti, para que tú mires en la cruz como es un espejo… Si te miras en él, podrás darte cuenta que cuán grandes son tu dignidad… y tu valor… En ningún otro lugar del hombre puede darse mejor cuenta de cuánto vale, que mirándose en el espejo de la cruz”.
Según el Evangelio de San Juan, distinguimos el misterio del Crucificado con el corazón del discípulo amado, de su Madre la Virgen María y del soldado que le traspasó el costado. San Juan, teólogo y narrador de la Pasión, nos lleva a descubrir la Cruz de Cristo como una solemne liturgia.
Encontrándose perfectamente ensamblada la naturaleza humana y divina de Jesús, porque, en cuanto a hombre, soporta la agonía más inenarrable: ultrajado, golpeado y desguarnecido inhumanamente. Pero, entre tanta consternación, florece su condición gloriosa, santa e íntima de unión con el Padre.
En el Viernes Santo, todo es puro, ceremonioso y simbólico en su descripción: cada palabra o acción. El peso de la Palabra de Dios se hace más elocuente. A ello, ha de unirse el acto sobrio, pero muy abundante en cuanto a su significado, con los altares áridos, sin manteles ni ornamentos, porque se han retirado tras el oficio del Jueves Santo.
Y las designaciones de Jesús engalanan una perfecta Cristología: Jesús es Rey, lo indica la inscripción de la Cruz. Igualmente, es sacerdote y templo con la túnica que los soldados se echan a suertes; también, nuevo Adán junto a la Madre nueva Eva, Hijo de María y Esposo de la Iglesia; Cordero Inmaculado y sacrificado al que no le quebraron los huesos; y en la Cruz, cuando los hombres hacia Él llevan la mirada, todo lo acarrea por amor.
Tal vez, un Viernes Santo como ningún otro antes, porque, Dios ha prescrito que lo experimentemos desde una visión distinta, sin la presencia física del Pueblo de Dios, pero incorporados y unidos en la comunión de los santos.
Con este acento la Iglesia-Esposa nace del costado abierto de Cristo, su Esposo, en la Cruz. Es el combate escatológico entre Cristo y Satanás o Jesucristo y la fuerza del pecado. Por ello, el Santuario se recoge en silencio, recogimiento y amor. No se envuelve en el duelo, con tonos efusivos, sino se cubre de Pascua. El Cordero de Dios se dona y su sangre limpia los pecados.
Recuérdese, que al igual que en el Jueves Santo, nos unimos en la oración por quiénes no pueden recibir el Sacramento de la unción de los enfermos y el Viático, sabedores, que Su Santidad el Papa Francisco, tras impartir la ‘Bendición Urbi et Orbi’, ha concedido la Indulgencia plenaria a los fieles afectados o sometidos a cuarentena. Pero, con la salvedad, que la Congregación para el Culto Divino ha añadido una intención para la Oración Universal, dedicada a los momentos excepcionales que el mundo está padeciendo por el coronavirus.
Por ende, el Viernes Santo es una jornada de intenso dolor, pero una dolencia dulcificada por la esperanza cristiana. El recuerdo de lo que Jesucristo soportó por nosotros, no puede por menos que originar sentimientos de aflicción y compunción, así como de abatimiento por la parte que nos incumbe.
Si bien, la devoción a la Pasión de Cristo está fuertemente enraizada en la piedad cristiana, en la Iglesia primitiva se efectuaba, e incluso, se localiza en escritos del Nuevo Testamento.
Ya, en el siglo IV, la escritora hispanorromana Egeria refiriéndose a los ceremoniales del Viernes Santo en Jerusalén, ‘Ciudad de Paz’, nos transfirió una narración palpitante en la reacción de los devotos ante los manuscritos de la Pasión. Literalmente dice: “Es impresionante ver cómo la gente se conmueve con estas lecturas, y cómo hacen duelo. Difícilmente podréis creer que todos ellos, viejos y jóvenes, lloren durante esas tres horas pensando en lo mucho que el Señor sufrió por nosotros”.
Ante el relato de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, no cabe sino el silencio, la adoración y una inmensa gratitud. En sí, la tarde del Viernes Santo aglutina la síntesis de los contenidos teológicos de la Pasión.
He aquí, el espíritu de la antigua Iglesia con su familiaridad en la admiración por la Cruz y el existencialismo, la inclinación y compasión de la Edad Media. Además, de los contenidos de los diversos tiempos, de alguna manera, la piedad de la cristiandad Oriental y Occidental se entretejieron para configurar un todo armónico.
Siglos después, el Viernes Santo es la única ocasión del año en el que la Cruz se adora, no se venera, recibiendo el homenaje de la genuflexión: doblamos la rodilla ante ella. Esta Cruz es expuesta al pueblo, siéndole quitado el velo que momentáneamente la cubre con la aclamación: “Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. Venid, a adorarlo”. Seguidamente, se adora con una inclinación y se besa.
Haciendo una breve reseña histórica del Viernes Santo, nos traslada a la expresión del Triduo Pascual empleado en las fiestas anuales de la Pasión y Resurrección; pero, en las postrimerías del siglo IV, San Ambrosio de Milán (340-397 d. C.) hace alusión al ‘Triduum Sacrum’, para referirse a las etapas del Misterio Pascual de Cristo en estos tres días, ‘et passus est, et quievit et resurrexit’.
Impresionada por el contexto histórico de la Muerte de Cristo, la Iglesia primitiva propuso celebrar litúrgicamente este acontecimiento salvífico, para ello, puso en escena la práctica memorial con respeto al mandato expreso del Señor, reavivándose sacramentalmente su sacrificio.
Con este carácter espiritual, en las primeras pautas de vida de la Iglesia, la Pascua del Señor se rememoraba cíclicamente comenzando con la asamblea eucarística reunida el primer día de la semana, o séase, el ‘Día de la Resurrección del Señor’ o ‘Dominicus Dies’ o ‘Domingo’. Pronto, escasamente en el siglo II, un domingo específico del año rememoraba el misterio salvífico de Cristo.
Alcanzado este intervalo, el principio del Triduo Pascual estaba a punto de culminarse, tan solo, cuando la Iglesia se despuntase en la recuperación histórica de los misterios de Cristo; circunstancia que ocurrió en Jerusalén, donde todavía se atesoraba la memoria del marco topográfico de los hechos de la Pasión y Glorificación de Cristo.
De cualquier forma, en la génesis de la conmemoración pascual, tampoco puede subestimarse el benefactor influjo de la crítica dogmática y litúrgica de la ortodoxia, frente a la herejía arriana, vicisitud que conjeturó un empuje de la piedad popular por la persona de Cristo, Hijo de Dios e Hijo de María. Así, cada oficio del Triduo Pascual tiene su cara inconfundible: el Jueves Santo se solemniza la ‘Institución de la Eucaristía’; toda vez, que el Viernes Santo, se ofrece enteramente a la reminiscencia de la Cruz con la Pasión y Muerte de Jesús; mientras, el sábado, la Iglesia media el descanso de Jesús en el sepulcro.
Por último, en la Vigilia Pascual, la noche de todas las noches, los creyentes rememoran el regocijo de la Resurrección. Dos documentos de considerado pasado, la ‘Traditio Apostólica’ de San Hipólito de Roma (170-235 d. C.) y la ‘Didaskalia Apostolorum’, ambas del siglo III, confirman como actividad frecuente entre los cristianos, el gran ayuno del Viernes y Sábado anteriores a la Vigilia Pascual.
Sin embargo, habría que esperar a últimos del siglo IV d. C., para atinar en Jerusalén las incipientes dedicaciones litúrgicas de la Pasión del Señor: más bien, era una oportunidad brindada al rezo itinerante; para ello, se acudía al Cenáculo donde se veneraba la columna de la flagelación y desde allí se marchaba hasta el Gólgota, con la presencia del Obispo mostrando la Cruz. En el transcurso de las estaciones se recitaban profecías y evangelios sobre la Pasión de Cristo, a la vez, que se entonaban salmos intercalados con oraciones.
Las pruebas más lejanas pertenecientes a la liturgia del Viernes Santo en Roma, datan del siglo VII. Me refiero a dos tradiciones como el ‘Sacramentario Gelasiano’ y el ‘Sacramentario Gregoriano’. El primero, hace referencia a la labor presbiteral con la adoración de la Cruz y la celebración de la palabra y comunión; la segunda, al culto del Sumo Pontífice concretizado en las lecturas bíblicas y la plegaria universal.
La Cruz es la declaración de intenciones del amor de Dios, únicamente, Jesús puede portarla; pero, su triunfo que redime al mundo, se enarbola en extraordinarios indicativos de ternura que alumbran la tenebrosidad de los corazones.
La Pasión de Jesús es un don de amor y no el resultado de su extenuación, es en definitiva, la muerte del ‘Buen Pastor’ que “da su vida por las ovejas… para que tengan vida y la tengan en abundancia”. En Cristo, las dos dimensiones del amor en la Cruz constituyen una unidad: primero, en el leño vertical, el amor de Dios encarna la conformidad de la demonstración suprema de la muerte; segundo, en el leño horizontal, Cristo conserva la solidaridad con los hombres.
En el Calvario, también conocido como el Gólgota, encontramos la ciencia de la vida, el libro del amor y el magisterio de la sabiduría. La Cruz, escuela del amor íntegro luce a un Dios clavado y a merced de la insensatez humana.
Santo Tomás de Aquino (1225-1274), una de las mayores figuras de la teología sistemática, dijo sobre la Cruz, que se nos proponen “ejemplos de todas las virtudes: amor, paciencia, humildad, obediencia, despego de las cosas materiales, etc.”, en clave al Evangelio que es la aceptación, ofrecimiento, entrega y ofrenda.
Análogamente, San Juan de la Cruz (1542-1591), sacerdote, religioso carmelita descalzo y poeta místico del siglo XVI, como lo propone la liturgia de la Iglesia en la Oración Oficial compuesta para su fiesta, es “modelo perfecto de la negación de sí mismo y del amor a la Cruz”.
Con todo, la Cruz es incómoda y nos repele, por ello continúa siendo un escándalo, disparate o ironía y un martirio incomprensible para griegos, judíos y paganos; sin soslayarse, que para los cristianos es un misterio iluminado. Porque, la sombre de la Cruz es prolongada y ninguno escapa de ella, como de su irradiación. Y en cualquiera de sus fórmulas, se proyecta en la vida íntima del hombre para participar de la Pasión de Cristo.
Ser cristiano, comporta llevar impreso en la Historia de Salvación que Dios ha prescrito para cada hombre, el morir de Jesús; conociéndolo en profundidad hasta amarlo y seguirlo. Y este Jesús que es todo, el Cristo global, ha de ser crucificado para nuestra salvación.
Jamás han existido dicotomías en Jesucristo, recuérdese a ese Niño de la Ciudad de Belén; o aquel muchacho de Nazaret y, más tarde, a este joven de Galilea que discurrió entre las aguas del lago de Tiberíades, o que llevó la buena noticia realizando signos y prodigios y al que crucificaron, muerto y sepultado, resucitó para siempre y ascendió a los cielos.
La Cruz nos doblega, nos reprende, nos abruma y nos ofende, denunciándonos la fragilidad de la condición humana, demostrándonos que no somos dioses de nosotros mismos. Equiparándonos a nuestras realidades, al dejarnos despojados de tantísimas seguridades, engreimientos y magnificencias hasta hacernos pequeños y divinos, si aceptamos la mansedumbre de la Cruz. Pero, asimismo, la Cruz nos prueba, acrisola, refina y nos sana, hasta fraguar el yunque de las virtudes.
Echemos un vistazo al madero vertical de la Cruz que se traza en dirección al cielo. Esta Cruz de Cristo, que es tu Cruz, nos recuerda que hemos sido liberados a precio no de oro o de plata corruptibles, sino en la sangre del Señor. Porque testifica que no hay remisión sin derramamiento de sangre, por eso sin vacilación, hemos de admitirla.
En cambio, el madero horizontal refleja que los brazos de Jesucristo en abrazo hacia la tierra, se hacen presentes en la Cruz. San Pablo de Tarso corrobora que: “Él dio su vida por nosotros y nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos”. Eso mismo nos concretizó el Señor de la Cruz y la Gloria en San Juan 8, 35: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros”. La magnitud horizontal es tan imprescindible en la vida cristiana, como lo es la vertical en la Cruz.
El verdadero cristiano es el que ha descubierto el amor inconmensurable de Dios revelado en su Hijo Jesucristo, reproducido en los hombres y mujeres, fundamentalmente, en los pobres y más desdichados. Nuestro cristianismo, valga la redundancia, será tanto más verdadero cuanto más recíproco, cuanto más entrañable se ofrezca, cuanto más comedido se halle ante el lamento y súplica del que padece, que no es otro que el mismo Cristo crucificado.
Hoy, trasladamos los cinco sentidos en el acto crucial del amor más grande: Jesucristo, permite que el odio se deposite sobre su cuerpo y alma, en una praxis de infinita kenosis; Dios nos tiende la mano e intercede amortizando el alto coste que es producto del mal y reemplaza el tiempo humano, en un momento de gracia y reconciliación.
Si Jesús, el Hijo de Dios, se ha dado por ti y por mí, nos ha proveído con el talento de cuán grandes y cuán preciados somos a los ojos de Dios, los únicos centinelas que venciendo las falsas apariencias, sondean lo inescrutable del hombre.
El amor de Dios reclama ser admitido entre la muerte y desolación reinante; estando expectante ante la respuesta del amado, para entregarse y darse totalmente con todo cuanto tiene. Si esa contestación no se produce, la misión del amor cesará en la libertad de los hijos de Dios. De ahí, que para vivir como hombres nuevos, es ineludible contemplar y ceñirse a la Cruz con Jesucristo.
Al pie de la Cruz, la Virgen María inseparable de su Hijo, compartió por sí misma el calado de su sufrimiento y amor. Nadie mejor que ella nos puede enseñar a amar en su grandeza la Cruz.
Finalmente, con motivo de la pandemia del COVID-19, a la Virgen María encomendamos la Oración Universal que la Congregación para el Culto Divino ha establecido para la Celebración del Viernes Santo:
“Dios todopoderoso y eterno, refugio en todo peligro, vuelve tu mirada hacia nosotros que con fe te imploramos en la tribulación y concede el descanso eterno a los difuntos, el alivio a los que lloran, la salud a los enfermos, la paz a los que mueren, la fuerza a los trabajadores de la salud, el espíritu de sabiduría a los gobernantes y el ánimo de acercarse a todos con amor para glorificar juntos tu santo nombre”.
– Por Alfonso José Jiménez Maroto
Colaborador habitual de El Faro de Ceuta. Puede consultar todas sus colaboraciones aquí.