Estoy de acuerdo con mi compañero y amigo Paco. En la carta que acabo de recibir me dice que “los seres humanos, además de las dimensiones biológicas y psicológicas, poseemos otras claramente espirituales”. Efectivamente, no sólo sentimos, sufrimos y pensamos, sino que, además, somos capaces de “trascender esta vida terrena” mediante vivencias artísticas y religiosas. Podríamos aprovechar estos días para, por ejemplo, reconocer que la Semana Santa, además de ser una celebración litúrgica, es una “fiesta popular” en la que participan activamente ciudadanos de diferentes edades, de distintos niveles culturales e, incluso, de diversas convicciones ideológicas y religiosas.
Es cierto que, a veces, es menospreciada por algunas élites políticas, sociales e, incluso, cristianas: algunos políticos la califican de mera superstición, ciertos agentes sociales la interpretan como simples expresiones folklóricas y no faltan sacerdotes que la valoran como elementales devociones locales alejadas de la liturgia y opuestas al espíritu de recogimiento que debe imperar en las ceremonias eclesiales. Aunque es cierto que, en ocasiones, estos juicios se apoyan en análisis de hechos contrastados, también es verdad que, con frecuencia, son generalizaciones carentes de rigor e impulsadas por prejuicios escasamente razonados.
Te advierto -querido amigo Paco- que este sencillo comentario prescinde de los principios teológicos, de los criterios litúrgicos y de las pautas pastorales que, como tú sabes, no pertenecen al ámbito de mis competencias profesionales sino que corresponden a los especialistas de estas disciplinas. Soy consciente, por lo tanto, de los límites de esta parcial, breve e incompleta reflexión.
En mi opinión, la Semana Santa posee, al menos, tres valores humanos que deberíamos ponderar con el fin de evitar juicios negativos infundados: En primer lugar, hemos de tener en cuenta que las hermandades y cada una de las imágenes de sus respectivos titulares son “significantes” portadores de valores humanos importantes en nuestra cultura e ilustran algunas virtudes decisivas para lograr la felicidad individual, e imprescindibles en la conservación del bienestar familiar y social como, por ejemplo, la paciencia, la humildad, el perdón, la misericordia, la paz, el amor, la compasión, la esperanza, el silencio y la palabra.
En segundo lugar, hemos de tener en cuenta que estas muestras de arte son los resultados de la inspiración, del ingenio y de las habilidades de nuestros artistas y de las destrezas de nuestros artesanos. Repasemos la amplia gama de la imaginería, de bordados, de ornamentos, de orfebrería -faroles, ciriales, candelabros, ánforas- o la sobriedad de las marchas fúnebres, la hondura de las saetas, la agudeza del toque de clarines e, incluso, el rotundo sonido de los tambores. Recordemos que, desde la teoría aristotélica, que fue ampliamente aceptada por la Filosofía, aplicada durante el Barroco, analizada por las diferentes corrientes modernas e, incluso, justificada por las investigaciones neurológicas contemporáneas, las luces, los colores, los sonidos, las melodías, los ritmos y los silencios transmiten unas sensaciones que se asocian a los sentimientos y éstos conectan con los pensamientos que orientan y estimulan nuestros comportamientos.
Todos ellos, reunidos, configuran diferentes modelos de vida y, por lo tanto, distintas concepciones del bienestar y de la felicidad. Es sabido que las sensaciones, las emociones y las ideas influyen y determinan nuestras actitudes y orientan nuestras conductas personales y sociales. En mi opinión, sin embargo, el valor humano más importante de estas manifestaciones es, precisamente, su condición de “hermandades”, de “cofradías” laicas -no clericales- cuya esencia y funcionamiento estriban en la comunicación, en la colaboración y en la convivencia de quienes se sienten reunidos y actúan como “co-frades”, como hermanos, en una sociedad actual en la que prevalece el individualismo.
Reconozcamos, además, que este año la Semana Santa tiene unos protagonistas que encarnan esos rasgos tan propios como la soledad, el abandono, los dolores, los sufrimientos, las lágrimas y los miedos. Son los contagiados, sus familiares y sus amigos, son los profesionales de la sanidad, del orden púbico y tantos otros trabajadores que, como “liturgos” laicos, nos explican con sus trabajos la necesidad de colaborar para sobrevivir en estas situaciones tan duras, tristes y amargas.
– José Antonio Hernández Guerrero