La devoción por el Medinaceli era palpable. El primer viernes de marzo, según la tradicional costumbre, miles de fieles subían a la iglesia del Príncipe en un permanente y devoto peregrinar durante todo el día hasta bien entrada la noche. Algunos eran miembros de familias españolas residentes en las vecinas localidades de Tetuán, Tánger e incluso de Casablanca, cuando la colonia española en el país vecino era todavía algo significativa.
Se quejaban algunos cofrades de que, a diferencia de otras ciudades, careciésemos de un mercado de palmas para ser bendecidas el Domingo de Ramos en los templos, y luego colocarlas en los balcones el resto del año como símbolo de los valores espirituales que atesoraban los moradores de la vivienda. Incluso se lamentaban también de que ni siquiera se encargasen a las parroquias para incluirlas en sus pedidos, oscilando su precio entre las 25 y las 50 pesetas. Medio siglo después, nuestra estampa de las palmas es poco menos que testimonial.
Calles y plazas aún se veían abarrotadas de público para contemplar el paso de las procesiones, especialmente el Jueves y Viernes Santo, notándose también esos españoles que todavía estaban afincados en el vecino país, una década después de su independencia.
Del mismo modo, la presencia de autoridades en las distintas cofradías que hacían su salida penitencial era habitual. No existía para ellas una tribuna oficial, pero sí la oficiosa, la del ventanal del Centro Hijos de Ceuta que daba al Rebellín, por donde discurría entonces la carrera oficial, y desde el que seguían los distintos cortejos el Gobernador General de Ceuta y Melilla, el Administrador General de estos territorios, el alcalde y otros altos dignatarios acompañados de sus respectivas esposas.
Nuestras hermandades y cofradías entraban ya en un preocupante clima de recesión que venía a confirmar lo que se venía temiendo. Para empezar, en 1967, no hubo pregón. A última hora se decidió recurrir a ‘Radio Ceuta’ para que, al menos, se pudiera reproducir a través de las ondas el que tres años antes había pronunciado en el ‘Teatro Cervantes’ el escritor ceutí Luís López Anglada, tratando de cubrir así de alguna manera el vacío que se había producido.
La improvisación en los templos por parte de las cofradías era un hecho común, salvo contadas excepciones. Los pasos se preparaban a última hora, al contrario que en otros lugares donde se podía disfrutar de su contemplación en las iglesias antes de su salida tan sólo a falta de sus flores y alhajas, con esa suerte de detalles que normalmente pasan desapercibidos en las procesiones.
Siguiendo en la aludida línea de desconcierto, las salidas penitenciales no comenzaron hasta el Miércoles Santo, día en el que el Nazareno y la Virgen de la Esperanza protagonizaron su tradicional encuentro, todavía en la plaza de la Constitución.
El Domingo de Ramos dejó el consiguiente vacío la ausencia del antiguo paso de la Entrada de Jesús en Jerusalén, la popular ‘Pollinica’. Tampoco el Lunes Santo hizo su salida la Oración en el Huerto y la Virgen de la Amargura, de la parroquia del Príncipe, procesión que desaparecería ya para siempre.
Hadú se vio envuelto en la tristeza sin la presencia en la calle de su Cristo de la Encrucijada y la Virgen de Las Lágrimas, debido a las obras de su nueva parroquia, la actual, y a los desperfectos que habían sufrido a causa de las mismas las imágenes, se decía. Habría que esperar seis años para volver a ver a los Sagrados Titulares de nuevo haciendo su estación de penitencia.
Tampoco salió una vez más la Flagelación, si bien la hermandad estaba ya a fin de año en fase de reorganización.
Como contrapartida a lo anterior, la hermandad del Vera Cruz todavía seguía viviendo su tradicional esplendor debido al generoso patrocinio e interés que Ayuntamiento y funcionarios municipales mantenían todavía con sus titulares. La Virgen del Desamparo, que entonces procesionaba con su paso, salió brillantemente escoltada por policías municipales en riguroso traje de gala con su jefe al frente, José Viñuales, seguida de muchísimas promesas, al igual que tras el Cristo con su majestuoso y reluciente paso en pan de oro, y la presencia de numerosas damas con mantilla.
Se mantenía también la vistosidad en todas las procesiones con el acompañamiento de las numerosas bandas de cornetas y tambores de las fuerzas de los cuerpos y unidades de la guarnición y sus respectivos piquetes, si bien en tantas ocasiones tal mezcolanza hacía pensar de si se trataba, efectivamente, de procesiones o de desfiles militares.
Aunque la recogida de los pasos de los Remedios sigue congregando actualmente a bastantes personas, nada comparable con las aglomeraciones y el ambiente que se vivía por entonces en el entorno de las puertas de la parroquia. Una atmósfera cofrade andaluza por excelencia en la que los costaleros, una y otra vez, hacían un alarde de fortaleza y maestría, casi hasta la extenuación, meciendo sus pasos sin reparar en su peso y lo avanzado de la hora, tras un largo y recreado recorrido.
Y siguiendo con la costumbre que se había implando unos años atrás, nuestra Semana Mayor ponía su punto final el Sábado Santo con la salida del Santo Entierro.