Se me ha pedido por la Redacción de El Faro de Ceuta una colaboración para el número especial de Semana Santa. Y me dispongo a escribir el que va a ser ya mi 427 artículo publicado en este periódico Decano, para comenzar por decir que la Semana Santa de Ceuta es la expresión máxima de la profunda religiosidad de la mayoría de sus gentes, ya que la tradición religiosa es un fenómeno que está omnipresente en la forma de ser, de sentir y de vivir de los ceutíes. Tradición, emoción y sentimiento, esos son, a mi modo de ver, los tres pilares básicos de la Semana Santa de Ceuta. Y es que, durante los ocho días de pasión, la vida de Ceuta se hace historia, tradición, dolor, amor, esperanza, oración, calvario, muerte, resurrección y alegría; Y eso es así, porque el amor por la Pasión de Jesús el pueblo de Ceuta no sólo lo siente y lo vive dentro de los templos entre olor a incienso y cera, sino que es también un fenómeno expansivo que sale fuera del templo y se echa a la calle, con olor a azahar de los naranjos del Paseo de Revellín, como la más profunda manifestación de su fe. Y todo eso, es un bello escenario histórico-religioso, cuyos actores somos la inmensa mayoría de los que vivimos en esta preciosa ciudad.
Pero a lo que hoy más bien me voy a referir es a la primera Semana Santa de Ceuta que conocí, hace ya casi 50 años, a los siete meses de haber llegado por primera vez aquí procedente de Mérida, mi tierra natal, a servir como soldado voluntario al entonces Grupo de Transmisiones nº 1, del Arma de Ingenieros, de guarnición en el cuartel de las Heras. Y me tocó participar en la Semana Mayor de 1959 como integrante de una sección militar que desfilaba dando escolta de acompañamiento al trono que aquí patrocina dicha Arma de Ingenieros; aunque también participé otro año después como “costalero” portando en forma colectiva el mismo trono. Y era aquélla una Semana Santa que por entonces se vivía con intenso fervor religioso y gran recogimiento. Y es que Cristo había muerto en la cruz, y eso se representaba entonces como si de un luto semanal se tratara, porque se sentía profundamente la pasión del Señor. Llevo en mi memoria grabados aquellos desfiles procesionales por las calles de Ceuta, siempre con la presencia bastante más nutrida que ahora del ejército, cuya guarnición por podría ser al menos del doble de efectivos respecto a los de ahora, y cuando la tropa entonces vestía toda de uniforme.
Así, cornetas y tambores, redoblaban sus notas sonoras al paso de los militares desfilando al lado de los tronos por las calles de la ciudad, para darle a la celebración mayor realce y vistosidad, siendo esa una de las características principales de la Semana Santa ceutí. El pueblo vivía con especial intensidad la Semana Santa, y hasta parecía dar vida a sus imágenes, tanto en su recorrido por los templos como en el transcurso de las solemnes procesiones por las calles. Yo diría que, tanto entonces como todavía ahora, durante la Semana Santa, en Ceuta el templo se hace calle y, a la vez, la calle parece un hermoso templo de fe.
Y es que por las calles, por las plazas y por las aceras apenas se cabía, sobre todo, en los alrededores de la Plaza de África y a lo largo del recorrido procesional. Recuerdo que los jóvenes se subían a los sitios más altos para ver mejor de pasar las procesiones. En todos los actos religiosos predominaba un silencio impresionante y casi sepulcral, de manera que muy raro era entonces ver a la gente de hablar en grupos o corrillos.
La mayor atención del público se centraba en la mirada a las imágenes y en los acordes de las Bandas militares, que era lo único que rompía el respetuoso silencio, el retumbar de los tambores y el paso armonioso y acompasado de los soldados en perfecta formación a paso lento. Los tronos eran entonces portados en buena parte por soldados que se ofrecían voluntarios para hacer de “costaleros”; y lo hacíamos deseosos, contentos y entusiasmados, como si fuéramos unos privilegiados por haber sido elegidos para tal menester. Era aquel – y todavía lo sigue siendo – un trabajo duro, esforzado y no suficientemente valorado, realizado en el anonimato y con el único interés de coadyuvar a la celebración de la santa tradición. Por eso, a esas personas que todavía tanto se esfuerzan en llevar los tronos tan pesados, bien que se les podría decir: “¡Cuánta ilusión y trabajo/ cuánto de amor y paciencia/ cuanta historia y reverencia/ hay en esos hombres de abajo!”.
Las imágenes en sus tronos eran contempladas por el pueblo a su paso con la expresión de como si tuvieran ante sí algo humano que parecían estar viendo, pese a ser todos conscientes de que sólo se trataba de los símbolos representativos de la fe. Llamaba la atención ver en Ceuta tanto fervor religioso y tanta fe aquí vivida, así como el respeto y la devoción con que el pueblo vivía los actos religiosos. Los días de pasión más intensamente vividos eran el Jueves y el Viernes Santo. Son los días en que Cristo está muerto en la cruz, y su imagen representa los dramáticos y sobrecogedores momentos de su escarnio y expiración. La procesión que más impresionaba era la del Santo Entierro. Sobresalían los tronos del Señor clavado en la cruz y el de la imagen de su Madre la Dolorosa pasando por las calles de Ceuta. Era impresionante la compasión que inspiraba verla desfilando con su rostro sumido en esa expresión que refleja tan inmenso dolor, porque simboliza el sentimiento más sublime que hay en la vida, como es el de la madre que acaba de perder al hijo de sus entrañas. Son esos momentos de profunda emoción, en los que viendo así a la Dolorosa de pasar, dan ganas de exclamar: “Caminas tan sola y triste/ buscando y no encontrarás/ al Hijo que al mundo diste/ al que acaban de enterrar/ ¡Qué mala suerte tuviste…!”. En realidad, yo diría también que: “Es difícil expresar/ con palabras hermosas/ la emoción de contemplar/ el paso de la Dolorosa/ Pues su llorar tan profundo/ pero llorar sin rencor/ y llorar con amor/ no es el llorar de este mundo”. Era tal la sensación de luto, que hasta las campanas enmudecían en señal de la tristeza que inspiraba la conmemoración de la muerte del Señor. Toda Ceuta era una completa manifestación de duelo, que representaba la solidaridad con la pasión vivida por Jesucristo por nuestra redención. En ese momento de pasar en la cruz, dan ganas de expresar, en forma de saeta: “En esa cruz pesada/ llevada en la ruta del dolor/ y una corona de espinas/ sobre la flagelación/ Y un abandono de aquellos/ que te llaman Redentor/ ¡Sálvate tú, que aun es tiempo/ Divino Salvador”. Y ante el paso de su Madre exhalando dolor y tristeza, también habría que decir: “¡Hijos de esta querida y honrada Ciudad/ abrid de par en par las puertas del corazón/ porque por las calles de Ceuta pasando va/ la Madre de Dios en procesión”.
Sin embargo, la tristeza y el dolor que simbólicamente se vivían, serían luego compensados con la llegada del Domingo de Resurrección. ¡Con cuánto alborozo festivo se celebraba esa fecha en Ceuta!. Las ceremonias religiosas tenían lugar con gran solemnidad. Las campanas de la Catedral se echaban a repicar, para hacer más auténtico el adagio popular que dice: “Campana de mi lugar, tú me quieres bien de veras, cantaste cuando nací, llorarás cuando me muera”. En los alrededores de la Plaza de África se congregaba todo el público de forma impresionante, dentro ya de un ambiente más festivo y de celebración. Era tanta la explosión de júbilo y alegría, que el pueblo y las imágenes más parecían fundirse imaginariamente en un profundo abrazo; porque era el día en que la Dolorosa y su Hijo, por fin, se habían encontrado por las calles de Ceuta. El luto y la tristeza parecían tornarse en profunda expresión de alegría y contento. Era el momento en que la Madre aparece ya radiante porque su Hijo ha resucitado. Ese es el momento de mayor emoción, en que dan ganas de volver a expresar a la Virgen: “Eres de todas las flores/ la única que no se marchita/ eres reina de los amores/ con tus lágrimas benditas/ Virgen de los Dolores/ Eres la perla más fina/ porque has sido cultivada/ entre dolores y espinas/ desde que te hiciste esclava/ hasta la pasión divina”. Era el Domingo de Resurrección el gran día esperado y deseado, el más alegre, el más festivo y el más celebrado. El pueblo regocijaba de júbilo y se veía mostrar a raudales su alegría, como si de su propia redención se tratara. Antes que nada, la gente asistía en masa a la celebración de los actos religiosos que la tradición demandaba; porque en Ceuta lo primero que siempre se ha hecho los días de precepto, y más todavía en la Semana Santa desde que yo la conozco, ha sido cumplir con la sagrada tradición. Y sólo después vendrían los demás actos lúdicos y festivos.
Tras los actos religiosos, era cuando sobre el mediodía los jóvenes acudían en masa al “Paseo de las Palmeras”, lugar entonces tradicional de concentración de la juventud; y luego seguían por el Paseo de la Marina en dirección a los Jardines de San Amaro, por donde los jóvenes paseaban y se esparcían por el interior de los jardines, cuyo atractivo más característico entonces era la presencia simpática y atractiva de los típicos “monos”. Otros grupos y parejas avanzaban perdiéndose por los estrechos senderos por los que desde allí se accede a la Ermita de San Antonio, donde se disponían a pasar el día y tener un encuentro pleno con la naturaleza, disfrutando del relax que se puede vivir contemplando aquellos bellos parajes, en medio del verde de la flora que brota de sus laderas, del sol espléndido y de la luz radiante que ya por estas fechas suelen apuntar la primavera, y de las vistas tan preciosas y placenteras que desde la altura de San Antonio se divisan, mirando a Ceuta desde lo alto, donde, de un lado, se perciben las bonitas y encantadoras vistas de la ciudad y sus bellos alrededores; y, del otro lado, para quienes entonces éramos soldados, la siempre recordada y nostálgica Península, donde habíamos dejados a nuestros seres queridos y a los que tanto nos ilusionaba volver a ver aprovechando algunos días de permiso que por entonces solían darnos a quienes en las procesiones habíamos cooperado. Y esa es, en fin, la Semana Santa de la que recuerdo de hace 50 años, tan distantes en el tiempo, pero tan cercana en el recuerdo de buena parte de mi juventud aquí vivida, en la que tanto aprendí a querer a Ceuta.
– Por Antonio Guerra Caballero
Artículo publicado en el Suplemento de Semana Santa de El Faro de Ceuta del Domingo 16 de marzo de 2008.