La Hermandad de los Nazarenos del Sagrado Descendimiento, Santísimo Cristo del Buen Fin en su Traslado al Sepulcro y María Santísima de la Concepción, simplemente con su peculiar manera de procesionar, nos transmite un mensaje oportuno y, a mi juicio, importante en los momentos que estamos viviendo. El silencio es el espacio adecuado para acceder al interior de nosotros mismos y para penetrar en las profundidades de la realidad externa: de los objetos, de las personas y de los episodios.
El silencio es el ámbito para aprovechar y para disfrutar de las vivencias que, a pesar de ser nutritivas, nos suelen pasar desapercibidas. Por eso me atrevo a proponer que aprovechemos esta providencial oportunidad para buscar las palabras que nos sirven para nombrar el misterio de nuestra vida individual. Sí, estoy convencido de que el silencio nos alumbra ese ámbito íntimo de cada uno nosotros en el que se han sembrado nuestras mejores experiencias. Es ahí donde florecen y dan frutos aquellas semillas éticas de bondad, aquellos relámpagos de belleza o aquellos reflejos de verdad.
Ahora que el silencio nos resulta más necesario, es cuando tropezamos con las mayores dificultades para cultivarlo, para aprovecharlo como fuente de vitalidad, de fantasía y de creatividad. En este mundo saturado de ruidos necesitamos confortables espacios de silencio, instantes prolongados para la pausa, para la interiorización personal y para la apertura solidaria. Momentos tranquilos para respirar hondo y para oxigenar nuestro espíritu: para reflexionar sobre nuestros cambios, para meditar pausadamente en el imparable correr de nuestros días y para contemplar, asombrarnos, el espectáculo de la naturaleza: para descifrar los mensajes imponentes del mar, del cielo o de la montaña, o para, simplemente, percibir la voz discreta de un rosa o el imperceptible crecimiento de una brizna de hierba.
El aturdimiento producido por el estruendo de rumores y de murmullos nos impide apreciar el sentido de una sonrisa complaciente o el significado de un sollozo suplicante. Necesitamos el silencio para, animados, mirar hacia lo alto y para progresar, para cobrar aliento y para, contentos, seguir la marcha hacia nosotros mismos. Para transformar las actividades en experiencias y para escuchar la música que fluye bajo el murmullo de las palabras.
Si pretendemos evitar ahogarnos en este turbulento mar de confusiones, necesitamos callar de vez en cuando, administrar las pausas, y esperar el momento oportuno, para que, con prudencia, paciencia, discreción y templanza, acertemos con la palabra adecuada. Estas virtudes tienen mucho que ver con unas facultades tan escasas como el tacto y el gusto: el tacto cordial y el gusto estético. No podemos olvidar que las semillas de las palabras fructifican cuando, tras caer en la fértil tierra del silencio, reciben la lluvia mansa de la reflexión serena. Por eso, para saborear los colores, los sonidos y los brillos, necesitamos el silencio y la soledad. Pero también hemos de callar para lograr descifrar el significado de los diferentes mensajes de los silencios.
Ésta es -queridos hermanos- la lección que me dicta nuestra Hermandad de los Nazarenos del Sagrado Descendimiento, Santísimo Cristo del Buen Fin en su Traslado al Sepulcro y María Santísima de la Concepción.
– Por José Antonio Hernández Guerrero