Vivimos momentos de enorme perplejidad, conmoción e incertidumbre y de indudable desasosiego, sumidos en la evolución sanitaria de la pandemia del COVID-19, comúnmente conocida como Coronavirus, contemplando con consternación tanto la curva de los contagiados cómo el número fatídico de óbitos.
Indiscutiblemente, la inercia de la epidemia unido al Estado de Alarma establecido, han hecho cambiar de la noche a la mañana el ritmo habitual de nuestras vidas; así, entre las medidas de confinamiento, la restricción de los movimientos y el parón de la actividad económica asociada a los último decretos, en medio de este flagelo, la Iglesia Católica implora insistentemente pidiendo alivio para aquellas y aquellos que sufren, como la salvación eterna de los miles de difuntos.
Hoy, fundamentalmente, nos unimos a quiénes no pueden recibir el Sacramento de la unción de los enfermos y el Viático, sabedores, que Su Santidad el Papa Francisco ha concedido la Indulgencia plenaria a los fieles afectados o sometidos a cuarentena, tras impartir el pasado día 27 de marzo la ‘Bendición Urbi et Orbi’.
Estas personas, en cuanto dispongan de la posibilidad, aun conociendo la situación tan compleja, están llamadas a tener la voluntad de corresponder con la confesión sacramental, la comunión eucarística y la oración. Asimismo y en idénticas circunstancias, se les concede las indulgencias especiales a cuantos familiares y trabajadores sanitarios se exponen diariamente al riesgo de contagio, ayudando inconmensurablemente a tantísimos enfermos.
Por eso, más que nunca, el Pueblo de Dios es la viva imagen de la buena samaritana de las Sagradas Escrituras, que, íntimamente, en la oración hace un alto en el camino ante el abatido por el virus, hasta ampararlo y acompañarlo en la distancia suplicando por su pronto restablecimiento, si es esa la voluntad de Dios.
Tal vez, esta samaritana sea la sanitaria del alma, en lo que tanto se nos insiste que por responsabilidad y me atrevería a añadir, por caridad, nos quedemos en casa, reconfortando y transmitiendo esperanza a nuestros seres queridos y al resto de la sociedad desbordada por esta catástrofe, con la celebración de la Santa Misa, el Santo Rosario o el recurso piadoso del Vía Crucis u otras fórmulas de recogimiento como la oratoria del Credo, el Padre Nuestro y la oración a la Virgen María.
En este contexto difícil de exponer y nunca antes imaginado, se nos abren las puertas de los ‘Días Santos’ en los que rememoramos, nada más y nada menos, que los acontecimientos que fundamentan la fe cristiana, pero, con la premisa, de estar encomendados a la Divina Misericordia en virtud de la Comunión de los Santos.
Así, como el Tiempo de Cuaresma ha sido el itinerario supremo para alcanzar el pórtico de la Semana Santa, en los que Jesús es aclamado al entrar en Jerusalén subido sobre un borrico, también, valga la redundancia, esta Semana Santa, Dios ha prescrito que la vivamos y experimentemos desde una dimensión totalmente distinta: donde las ceremonias y el Triduo Pascual serán sin la presencia física del Pueblo de Dios.
Lógicamente, nos atinamos ante un escenario realmente excepcional, porque siendo una asamblea católica, seguidora y necesitada de la manifestación eucarística de Dios, buscamos constantemente testimoniar públicamente la fe.
Ante la tendencia en las emergencias de la salud, se nos invita a entrar en obediencia conviviendo en la creatividad pastoral, donde el Espíritu Santo será el que nos conceda su beneplácito generoso, consolándonos unos a otros para vivir la Semana Santa en su plenitud y cargada de frutos de santidad.
Con estas connotaciones preliminares, alcanzamos el Domingo de Ramos como el bálsamo de aliento entre el tormento de la aflicción, quizás, muy distinto a como ningún otro hallamos solemnizado, pero, con la certeza que nos da la fe, el cristiano discierne que la muerte, el dolor y la enfermedad no tienen la última palabra, únicamente la posee el Señor Resucitado.
Luego, la Semana Santa, es una oportunidad extraordinaria de gracia para que aclamemos a Dios en estos instantes de angustia: ‘Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti’. Porque, sólo en Dios, descubrimos el alcance de la verdad. Sin Cristo, caemos estrepitosamente en la desmoralización más absoluta y en el sin sentido. Sin nuestro ‘Rey de Reyes’ y ‘Señor de Señores’ y su ‘Palabra eterna’, el hombre es una retórica vacía y moralista.
Por lo tanto, desde este intervalo y fusionado al Triduo Pascual, nos encontramos expectantes aguardando la ‘Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo’, es así precisamente como culmina la narración bíblica de este Domingo, cuyo color litúrgico es el rojo, símbolo de la ‘Pasión del Señor’, actualizando los puntos neurálgicos de la vida de Jesús, el ‘Santo entre los Santos’.
Adelantándome a lo que posteriormente fundamentaré, la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, nos interpela a toda costa, la coherencia y aplicación, profundizando en nuestra fidelidad como creyentes para que las intenciones no sean destellos que resplandecen momentáneamente y en un santiamén, se disipen.
En el fondo de la cuestión, el corazón del hombre está habitado por distintos conflictos: a veces damos lo mejor de sí y en otras, lo más pésimo. Con lo cual, para recibir la vida divina o triunfar con Cristo, hemos de ser inquebrantables y desechar por el Sacramento de la Penitencia lo que nos desune del amor de Dios y, en definitiva, nos imposibilita seguirlo hasta la Cruz. Tampoco, debe obviarse de este pasaje a Nuestra Madre la Virgen María, próxima a su Hijo para conmemorar la Pascua.
Curiosamente, la última ‘Pascua Judía’ y la primera en la que su Hijo es a la par, ‘Sacerdote’ y ‘Víctima’. Sin embargo, María, nos orienta a ser firmes y persistentes creciendo permanentemente en el amor de su Hijo. En paralelo con la Iglesia, que se activa contemplativamente ante la emergencia sanitaria del COVID-19 con sus recursos, proporcionando auxilio, compañía y ayuda a los dolientes y a la colectividad en su conjunto, para servir al bien común e interceder por todos.
La profecía de la entrada de Cristo en Jerusalén, ya estaba descrita en el Antiguo Testamento, en concreto el Libro del profeta Zacarías en su capítulo 9, versículo 9 extraído de la Biblia de Jerusalén dice fielmente: “¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey; justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna”.
Haciendo una breve reseña histórica del Domingo de Ramos, en sus raíces en la Iglesia de Jerusalén, aproximadamente en la última etapa del siglo III e inicios del IV, era conocido como “pasha”, que significa “el paso del Señor”. Según menciona Egeria, se recapitulaba in situ, el episodio de Jesús en la Ciudad Santa rodeado de la multitud.
Los cultos consistían en himnos, sermones y oraciones conforme el gentío transitaba los diversos recintos. En el último término, o séase, en el lugar de la ‘Ascensión de Jesús al cielo’, la clerecía proclamaba la descripción evangélica de la ‘Entrada Triunfal en Jerusalén’. Más tarde, con la llegada de la noche, las personas retornaban aclamando: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito El que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!”.
Ya, en el siglo V, en Roma, los feligreses se congregaban junto a su Obispo para escuchar la Pasión y el sermón, popularizándose hasta Constantinopla; pero, habría que esperar a los siglos VI y VII, para que por fin, se incorporase la bendición protocolar de las palmas: una procesión en la mañana sustituyó a la nocturna y para el siglo VIII, la Iglesia Occidental empezó a revivir la ‘Dominica in Palmis’ o ‘Domingo de Ramos’.
Del mismo modo y tradicionalmente, en el Cercano Oriente se cubría el camino cuando alguien se consideraba merecedor del honor más alto. Por otro lado, las hojas de palma encarnaban el símbolo judío del triunfo y la victoria.
En consecuencia, la travesía cuaresmal emprendida el ‘Miércoles de Ceniza’ ha alcanzado su recorrido máximo: durante cuarenta días con la oración, el ayuno corporal y espiritual y las obras caritativas, nos hemos acrisolado para la Semana más importante del Año Litúrgico; si cabe, aún más, en estas realidades tan insólitas.
Esta ‘Semana’ la distinguimos como ‘Santa’, porque tras numerosas jornadas de confinamiento, principalmente, en el Triduo Sacro del ‘Jueves Santo’ al ‘Domingo de Resurrección’, perpetuamos, glorificamos y honramos los sucesos centrales de la fe: la ‘Pasión’, la ‘Muerte’ y la ‘Resurrección’ del Señor.
Nos introducimos en el núcleo del Plan Salvífico de Dios para la Humanidad: Cristo soporta, muere y resucita por cada uno de nosotros, por las muchas faltas acumuladas y por la salvación; pero, sobre todo, por los que de alguna u otra manera se han visto desbordados por la pandemia; y como no, por quiénes ya se encuentran en el cielo, deseosos de la presencia de Dios.
Por eso, los intervalos que santificamos en casa junto al resto de la familia, forman parte del ser o no ser de la Historia Universal. Dios mismo, el Dios creador no desatiende al hombre en su pecado, sino que en su Hijo se rebaja hasta lo más recóndito de las tenebrosidades, carga con todas las inmundicias, lo redime y reconcilia y le da vida y salvación.
El Domingo de Ramos atesora el cumplimiento del ‘Misterio Pascual’, pero, a su vez, vislumbra la señal de la victoria real de Cristo y el presagio de la Pasión. Sin duda, la procesión y la misa de esta jornada son dos componentes de un todo. En la primera, rendimos homenaje a Cristo, el Mesías y Rey, reproduciendo a quiénes lo glorificaron como Redentor.
Pero, la Procesión de las Palmas y los Olivos quedaría inconclusa, si no confluyera en la Santa Misa, porque en ella, se renueva el sacrificio salvador de Cristo proclamado en la Pasión.
El acceso de Jesús en Jerusalén, “Ciudad de Paz”, es una admisión alegre y radiante, pero, con algunas matizaciones. Jesús que había huido de la muchedumbre cuando pretendió proclamarlo como rey, en este día permite que lo nombren ‘Rey’. Sólo en este momento puntual, inmediato al que lo arrastrará a la muerte, consiente ser engrandecido como ‘Mesías’, indispensablemente, porque pereciendo en la Cruz será en sentido pleno: el ‘Mesías’, ‘Redentor’ y ‘Vencedor’.
Con este talante, Jesucristo admite ser reconocido ‘Rey’, pero no como un rey cualquiera, sino dócil, caritativo, piadoso y misericordioso, montado en una borriquilla portando la paz en sus manos y ofrendando la salvación.
Queda claro, que para ser ‘Rey’, Cristo no precisa de bríos o esfuerzos humanos, sino sencillamente de la vivacidad del Espíritu. El mismo anunciará su realeza ante los tribunales y permitirá que se coloque la inscripción de su título de rey en la Cruz, expresión de la entrega sin límites hasta la consumación, por el gran amor que nos ofrece.Comparablemente, la recalada de Jesús en Jerusalén es el ofrecimiento instintivo del pueblo llano; debiendo ser catalogado por los cristianos del siglo XXI, como el tiempo propicio para decir ‘Sí’ a Jesús, como el pilar esencial de la vida.
En este relato extenso, solemne y enternecedor del Santo Evangelio, la Palabra de Dios se nos muestra como una espada de doble filo. No debemos permanecer impasibles y apáticos concurriendo como asistentes pasivos a un visión que nada tiene que ver con nosotros. Es primordial, que los precedentes que nos incorporan en la grandeza del entresijo de la salvación, nos desenmascare la interioridad sagrada con que los vivió Nuestro Señor Jesucristo.
La celebración del Domingo de Ramos se transforma en un Kairós de presencia renovada con la energía pascual de Cristo, accediendo sin complejos en la Semana Santa para vivirla íntegramente.
Para ello, ha de nacer la predisposición de subir con Cristo a la Cruz que se hará gloriosa, dejando morir al hombre viejo y resucitar con Él a una vida completamente nueva. Siguiendo a Jesús en los próximos días, nos ayudará a romper las barreras de la soledad referida por San Mateo en el Evangelio.
Soledad, iniciada en la ‘Última Cena del Señor’, cuando Judas Iscariote ultima su conspiración traicionándolo y Jesús es consciente que los más cercanos le van a dejar. Soledad, que adquiere tintes conmovedores en el ‘Huerto de los Olivos’, Getsemaní, mientras los apóstoles dormían, con el beso de Judas que lo pone a disposición de los tribunales, tras su prendimiento.
Era imposible que no brotase dos naturalezas distintas en Jesús: una divina y otra humana; al igual, que dos voluntades: la humana, que se estremece ante el imponente panorama de la Pasión que está por llegar y la voluntad divina que no es otra que la del Padre. Es aquí, donde el peso del pecado del mundo evidencia su lastre insoportable y el Señor acepta sin cortapisas que debe beber el cáliz hasta el final.
Esta soledad se amplifica en el inicuo sumario al que es subyugado, cuando hasta los que han estado a su lado, ahora lo rechazan. Y el desamparo más insufrible, es el del Padre declarado por Jesús en su invocación en el patíbulo de la Cruz: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿porqué me has abandonado?”. Jesucristo, que se ha donado eucarísticamente, se atribuye sobre sí lo imposible por la voluntad del Padre. Y lo hace por nosotros.
En este día, se entretejen dos usos litúrgicos: el jubiloso, popular y festivo de la Iglesia de la Ciudad Santa, que se torna en mímesis o mimesis, reproducción de lo que Jesús realizó en Jerusalén; y, por otro, el más sobrio, la anamnesis, como reminiscencia de la Pasión que contrasta los oficios de Roma.
Por unos momentos, aquellas gentes experimentaron el anhelo de gozar abiertamente y sin evasivas de quién comparecía en el nombre del Señor; al menos, así lo concibieron los discípulos y las personas humildes que aguardaban a Jesús. San Lucas, no hace alusión a olivos y palmas, sino a una aglomeración que recubría el trayecto con sus ropajes, como se recibe a alguien muy apreciado con estas consignas: “Paz en el cielo y gloria en las alturas”.
Voces al unísono, con un recuerdo evidente de las mismas que pregonaron en Belén el ‘Nacimiento del Señor’ a los más sencillos. Con todo, van a ser las últimas palabras de Jesús en el madero, el fundamento que aviva las redes en la misión de la Iglesia sobre la Tierra. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, este es el Santo Evangelio, la declaración testimonial y el tesoro de la evangelización.
Es a todas luces, el augurio de la inmensa ternura de un Dios presto a descender con nosotros hasta la oquedad de lo que resulta verdaderamente incompatible: el pecado y la muerte, ante la exclamación de Jesús en su agonía y en la confianza extrema puesta en el Padre. Invitación que la Iglesia nos propone para que depositemos la mirada en la gloria de Cristo, Rey eterno, hasta discernir el valor de su pasión y el sendero inevitable para la exaltación suprema.
En otras palabras, la liturgia del Domingo de Ramos nos anticipa las trágicas secuencias del juicio y ejecución de Jesús. El poder político, como se diría vulgarmente, se lava las manos y las autoridades religiosas se las refriegan, ante el estruendo de la masa impacientada, que exige repetidamente la crucifixión.
He aquí, la antítesis del pueblo que antes exaltaba con regocijo a Jesús, en cambio, en estas horas decisivas se convierte en un bramido tosco y encolerizado sugiriendo su condena. En cierta manera, somos ese público adornado de anonimato, abrazado a Jesús en la medida que los vientos nos son propicios; amén, que en las contrariedades de nuestra coexistencia, no titubeamos en darle el espaldarazo.
No obviándose, que en estas coyunturas tan desdichadas, hasta los más inseparables y entrañables de Cristo se dispersan y ocultan, hasta desaparecer.
Este es Jesús de Nazaret, tal como lo cita uno de los profetas mayores de Israel, Isaías: “como un cordero al degüello era llevado, y cómo oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca”, franqueando situaciones extremas de la condición humana como la incomprensión, el abatimiento, la negación o la ingratitud, entre algunas, por el inagotable e inextinguible amor que nos tiene.
De entre todo lo expuesto en estas líneas y reforzados espiritualmente con la meditación sosegada del Domingo de Ramos, se nos insta una vez más, a quedarnos en casa con un esfuerzo complementario y suplementario, que se hace más llevadero percibiendo la intimidad con Jesucristo desde la oración, serenidad, prevención y responsabilidad.
Finalmente, recordando un fragmento literal del Decreto de la Penitenciaría Apostólica aprobado por Su Santidad el Papa Francisco, dado en Roma el pasado 19 de marzo: “Que la Santísima Virgen María, Madre de Dios y de la Iglesia, Salud de los Enfermos y Auxilio de los Cristianos, Abogada nuestra, socorra a la humanidad doliente, ahuyentando de nosotros el mal de esta pandemia y obteniendo todo bien necesario para nuestra salvación y santificación”.
Rogando a Dios, por los afectados del COVID-19, para que les conceda una pronta recuperación, como el descanso y la vida eterna a los fallecidos y consuelo a las familias desoladas.
– Por Alfonso José Jiménez Maroto
Colaborador habitual de El Faro de Ceuta. Puede consultar todas sus colaboraciones aquí.