Frente a las religiones de la “ira de Dios”, María Zambrano distingue el cristianismo como la primera y la única religión del amor, como la que, en lugar del castigo, ofrece la definición de un dios misericordioso que, en vez de aceptar sacrificios, es él quien se sacrifica por los hombres. En la bula con la que el papa Francisco convocó el Jubileo de la Misericordia en abril de 2015, titulada “El Rostro de la Misericordia”, explica cómo Jesús, ante la multitud de personas que lo seguían, viendo que estaban cansadas y extenuadas, perdidas y sin guía, sintió desde lo profundo del corazón una intensa compasión por ellas (Mt. 9,36). Nos detalla esa serie de actos de misericordia que Jesús realizó, leyendo el corazón de los interlocutores y respondiendo a sus necesidades más apremiantes: curó a los enfermos, calmó el hambre de grandes muchedumbres (Mt. 15,37), devolvió la viuda de Naim a su hijo resucitado y perdonó pecados.
La misericordia no se queda en una escueta actitud de compasión sino que se demuestra en los comportamientos concretos con los enfermos, con los hambrientos, con sedientos, con migrantes, con los encarcelados, con los moribundos y con la ayuda real a los que, a nuestro lado, necesitan compañía, protección y asistencia. Se trata de recuperar el sentido profundo de esta palabra: la única manera posible de ser cristiano es recuperando esa misericordia que tanto tiene que ver con la bondad, con amor y con la compasión, como expresión participativa del sufrimiento del otro.
Como afirma Ignacio Ellacuría -aquel jesuita que fue asesinado por militares salvadoreños durante la guerra civil- la misericordia es «sentir el dolor ajeno y colaborar en curar ese dolor; justamente lo contrario de lo que supone la indiferencia o la permisividad ante los males de este mundo, sobre todo los que afligen a los demás». La misericordia, aun siendo un término no grato para muchos, en su más honda raíz significa acercamiento cristiano al mundo de la exclusión, “com-padecer”, implicarse en el dolor de quienes sufren. Por tanto, recuperar la misericordia, es recuperar la vida de las personas, recrear una vida mejor para todos. ¿Cómo? Visitando, acompañando, escuchando, comprendiendo y defendiendo: expresando y con-viviendo un amor comprometido.
Jesús de Nazaret, como afirma el papa Francisco, es el rostro de la misericordia. Jesús, ríe, se alegra, valora la existencia, se acerca al sufriente, y en toda su existencia nos da pistas de cómo conducirnos misericordiosamente. Asumió la condición humana, se identificó con nosotros, se acercó desde abajo a la gente, nos invitó para que nosotros actuáramos del mismo modo. Hoy nos convoca para que compartamos esta experiencia. Es, sin duda alguna, la inauguración de una nueva manera de ser humanos, una nueva forma que nos impide «pasar de largo» y que nos invita a abrir los ojos, los brazos y el corazón. A partir de esta experiencia no deberíamos mirar los sufrimientos ajenos como meros episodios, sino sentirnos comprometidos con esa realidad que nos grita y nos golpea la conciencia. Jesús nos invita a vivir, a convivir y a comprometernos con las necesidades de los que, a nuestro lado, sufren