El presente texto ha sido extraído en parte del monólogo de Colin Tóibin, escritor irlandés contemporáneo, “El testamento de María”, donde se adentra en los ocultos vericuetos del alma de una mujer, un desgarrador “Stabat Mater” (“¿Qué hombre no lloraría viendo a la madre de Cristo sufriendo en tal suplicio?”), en el que se desprende de sus ropajes de virgen y diosa para mostrarse como una judía, en una tierra llena de conflictos derivados de la invasión de Roma.
En María perdura, como en otras, las creencias de ritos religiosos paganos. Ella es devota de Artemisa, la diosa helénica a cuyo templo suele acudir:
-“Al darme la vuelta vi la estatua; en ese instante, mientras la miraba, ella irradiaba gracia, también belleza… El veneno ya no estaba en mi corazón. Respiro hondo… ya había aceptado la carga y siniestra presencia que se instaló en mí, el día en que vi a mi hijo atado y ensangrentado, gritando…”
Al regresar, le ha comprado a un platero un ídolo de la diosa que tanto aliento le ha infundido. Lo esconde entre los paños de la alacena. Le basta saber que estaba allí y a la que podría contarle lo que le está sucediendo. También pedirle protección para los peligros que la acechan, por ser madre del que han crucificado.
Lo sabemos porque María, quizás por su edad avanzada y por su soledad, acostumbra a hablar en voz alta. Los recuerdos se le amontonan. No termina de aceptar el cruel castigo que le han dado a Cristo. Siempre sospechó que así sería el final, desde que lo viese con aquellas nuevas amistades, antes de que acordaran, como otros muchos jóvenes, acudir a Jerusalén, ciudad que estaba a tres o cuatro días de camino. Jerusalén se ha convertido en una nueva Babel. Fácil para ir y difícil de regresar. La atracción del dinero, del futuro, de la vida muelle:
“No le pregunté nada. Sabía que no le costaría trabajo. Y yo le preparé lo que iba a necesitar, como hacen todas las madres cuyos hijos parten…”
El final se precipita. María lamenta no haber prestado más atención a esos momentos que prolonga la muerte de Jesús. Cuando él y sus amigos se reúnen en la casa. María observa como uno de ellos pretende apartar la mesa para sacar la silla. Ella la ha colocado contra la pared para que no la utilicen sus visitantes:
-“ No te sientes en ésa, utiliza la de al lado, si quieres, pero no esa. Nadie se sienta en esa silla..
– ¿Nadie?
– Nadie”
María percibe que le cuesta respirar, como si la poca vida que le queda, estuviera a punto de desaparecer:
-“ La silla está reservada para alguien que no volverá.
-Tu hijo volverá
-La silla es para mi marido”
Y se ha sentido satisfecha al decir la palabra “marido”, como si sólo el pronunciarla hubiera introducido algo en la habitación, la sombra de algo. Es cuando aquel que parecía divertirse, retándola, estuvo a punto de tomar asiento. Ella esperaba esa osadía, por eso busca rápidamente el más afilado de los cuchillos, acariciando la hoja. Y amenaza:
-“Tengo otro escondido…”
El episodio le ha hecho pensar que, por primera vez, había llegado la hora de olvidar al viejo y viudo, con el que se casó ahora que no tardaría en reunirse con él. Ha llegado la hora de sepultar esa silla en la nada. Dejar de sentirse viuda para tomar el protagonismo de madre dolorosa.
Marcos de Caná, el que la llamaba prima, sin serlo, ha llegado a Nazaret. Viene para comunicarle los próximos esponsales y para hacerle saber a María, algunos de los incidentes en los que ha intervenido Jesús. Le cuenta que coincidiendo con el Sabbat, su hijo y aquellos que últimamente le acompañaban, parecían divertirse en el estanque que hay detrás del mercado de ovejas, en Jerusalén. A un hombre tullido, rozando la idiotez, parece ser que Jesús le ha preguntado si quiere seguir así toda la vida. El individuo se ha puesto de pie y ha echado andar, dejando las angarillas. Para algunos, aquel “milagro” ha sido un teatrillo bien ensayado, pero molestos por ser día sagrado denuncian al milagrero de haber faltado al precepto del sábado.
María vuelve a culpar a las nuevas compañías, las mismas que hasta en su propia casa, su hijo la obligaba a quedarse en la cocina o irse al huerto. María no soporta oírlos y se sale a las polvorientas calles, con la esperanza de que, al regresar, ya se hubieran marchado. Hasta le asusta el tono de arenga que adopta Jesús cuando les habla a los otros. El miedo ya está dentro de ella, sin saber cómo atenuarlo o alejarlo.
Cuando tuvo lugar lo de Lázaro, aquello asustó al gentío. Muchos recordarán con horror, como fuera del sepulcro, la figura del resucitado, manchado de barro y envuelto en mortajas, se movía vacilante al andar, como si lo impulsaran espasmos y convulsiones. “Dejadlo ir”- se oyó decir a Jesús. Lázaro no emite palabras, sólo unos sonidos semejantes a gritos y, a veces, gemidos. Lázaro no cesa de llorar.
El suceso ha inquietado a Caná. Los rumores dicen que el que vino desde la muerte, lo tienen en una habitación a oscuras. El agua no le pasa por la garganta. Las noticias se mezclan con otras que hablan de posibles revueltas contra los romanos. María casi tiene la seguridad de que Jesús no es ajeno a estos rumores. Marcos se lo ha insinuado una vez más. Extraño personaje este Marcos. hombre sin escrúpulos, nadando entre dos aguas. Le ha aconsejado a la que llama su prima:
-“ Tenéis que volver a casa lo antes posible, tú y tu hijo. Os vigilan. Debéis desaparecer antes de que empiecen las fiestas. Disfrazaros. No hables con nadie. Sal de Caná y no te detengas, y que él no salga de casa durante meses, incluso años. Es la única oportunidad de que se salve”.
María es consciente que lo que le advierte Marcos es verdad. Hay un hombre en la puerta que parece vigilarla. Tiene una mirada animal. Ella ha apartado la vista y la ha dirigido al pobre Lázaro. Se estaba muriendo. Si había vuelto a la vida, era simplemente para darle su último adiós. Y en eso estaba, cuando ha llegado Jesús. Vestía ropas caras. La túnica, de una tela que no había visto nunca, de color azul, casi violeta. No propia para un varón.
María sale al encuentro y abrazándolo, le susurra:
– “Corres un gran peligro. Te vigilan. Sígueme y no digas nada a nadie. Debemos marcharnos, irnos de aquí. No digas a nadie que te vas…”
Y Jesús, sin duda molesto por las palabras de su madre, le ha respondido:
-“Qué tengo que ver contigo, mujer.”
Le repite una y otra vez, alzando la voz para que todos la oyeran. María, con timidez, se ha atrevido a responder:
-“Soy tu madre”
María, al mirar hacia la puerta, comprueba que aquel, con cara de estrangulador, sigue allí. Ahora le acompañan otros. Comprende, entonces, que estaban perdidos.
María pregunta cuánto tardará en morir. Le contestan que con los clavos y la cantidad de sangre perdida, tal vez fuera rápido… si le rompieran las piernas, eso aceleraría el final. Con todo, confiaban en que sería al anochecer. En ese caso, expiraría antes del Sabbat. Entre la multitud ha creído ver a Marcos, pero antes de que pudieran detenerla, ha echado a correr. Marcos no corresponde a los brazos de la mujer, pero observa en su semblante indiferencia e intención de que nadie los asocie.
Durante esas horas, suceden muchas cosas. María quiere recordar a su hijo, cuando era niño. Lucha por no verlo colgado al sol, con clavos en las manos y en los pies, y cuya angustia se manifiesta en jadeos y chillidos feroces. Intentaba hablar, pero no se captaban sus palabras. Pareciera una manera de decir que aún estaba vivo y que deseaba, desesperadamente, que aquello acabara pronto:
-“Más tarde, al pasar los años, me dije: tengo que irme de inmediato, furtivamente. Avanzar de noche y de día… Fue en segundos en lo que pensé, quería protegerme a mi misma. De pronto tuve miedo, durante aquellas horas me sentí impotente, retorciéndome las manos… A otros les dejaría la tarea de que lavaran su cuerpo, lo cogieran en brazos y lo enterraran. Dejaría que muriera solo, si fuese necesario”.
Y María partió con destino a Éfeso.
– Por Manuel Abad