Fueron días de mucha agitación para aquel a quien llamaban Mesías, el Profeta y para quienes solían acompañarle. Al fin, había decidido dar por terminada la etapa de casi clandestinidad. Los talibanes de la religión, los tildaban a todos ellos de nacionalistas exaltados, adictos a las ideas de un tal Saduco Judas, notable fariseo que incitaba al pueblo a que se opusieran a Roma, la potencia extranjera; incluso, si fuera menester, haciendo uso de la fuerza. Israel, decían, era, únicamente, propiedad de su Dios, de ahí que los seguidores de Judas no retrocedían ante nada e incitaba a que lo que se emprendiera contra el invasor, aunque fuese con violencia, era para mayor gloria de la divinidad.
En Roma, la inquietud crecía, pues se pensaba que los inmediatos días a la Pascua del Pesaj (la que rememora la huida de los judíos desde Egipto), dadas las circunstancias algo tensas, podrían transformarse en jornadas de revueltas, de peligrosas rebeliones contra los extranjeros por parte de los fanáticos, entre los que se incluían, -lo asegura el historiador Brandon- a Cristo, pues, parece ser, el fue simpatizante de esas consignas y hasta sus predicaciones sobre el reino de Dios, contribuían, de algún modo, a expulsarlos de Palestina para que se instaurase la verdadera autoridad de Jehová sobre el país.
Jesús mandó a dos de los suyos que preparasen la entrada en Jerusalén. Pidió que le trajeran un borriquillo, se subió en él y con aquel animal que apenas podía sostener su cuerpo, hombre de fuertes miembros, pero no muy alto (tendía a bajito), entró en la ciudad, a la manera de cómo hacían los centuriones cuando regresaban victoriosos de haber sofocado alguna revuelta. La cabalgata resultaba paródica. Entre jubilosa y extraña, se abría paso el singular jinete, ante una masa de gente que preguntaba cuál era la razón del espectáculo de un hombre cabalgando sobre un huesudo jumento.
– “¡Es el hijo de David, el divino Profeta!”
Así se inicia la Semana Santa. El teatrillo de calle que relata en imágenes, una historia que pudo suceder hace algo más de dos mil años. La liturgia de la Iglesia para este primer día de la Pasión, consiste en una ceremonia larga, en la que se bendicen ramas de olivos y palmas. Son los que portan, sobre todo el mundo infantil (esta es una procesión muy de niños), fijada en la memoria de cuando lo fuimos. Evocación en el tiempo, cuando volvemos a vernos por la Ceuta vieja y auténtica, yendo al encuentro de aquel primer paso, con ruedas, que contemplábamos con los ojos bien abiertos. Cabellos repeinados, el cuerpo oliendo a talco y colonia, y con los famosos calcetines blancos (“quien nada estrena por Ramos se le caen las manos”), asomando por los zapatos, marca Gorila, relucientes de saliva esparcida y bien cepillados.
En mi familia, lo acostumbrado era llegar siempre tarde a ver estos cortejos. Ya, de entrada, costaba trabajo convencerlos, pero cuando el airecillo de levante te acercaba desde la lejanía, los sones de tompetas y tambores, y nuestro llanto se hacía más rabioso e insistente, entonces, lográbamos ablandar la voluntad de mi madre, partíamos a galope por Rebellín abajo, a la búsqueda de la procesión, parada en Edrissis. Es decir, regresando. El que fuese, no sé si un diácono, se había adelantado y golpeaba las puertas del Santuario, hasta entonces, cerrado, mientras el paso estaba en la calle. “Aquí estamos de nuevo”, parecía gritar el que aporreaba con una vara los portalones. Y volvían a abrirse de par en par, dejándose ver, en la penumbra, bajo las bóvedas, nuevos pasos. En alguno, con seguridad, que hallaríamos, subido en un taburete, al siempre recordado Pepe Serón, entre un bosque de cirios, con el acerico en las manos, intentando darle estilo a los pliegues de encajes, alrededor del rostro de una Dolorosa. Junto a la imagen, el querido Pepe podría pasar por otra figura de la Pasión, María Cleofá o José de Arimatea. ¡Cuánto le debe la Semana Santa!. La injusticia del silencio no se paga con el rótulo de una calle.
Aquel domingo se acababa. Si el tiempo había ayudado, la satisfacción asomaba en los rostros. Mas, si las nubes decidían la divina gracia de un pequeño diluvio, hasta aquel burrito con Dios a la grupa, galopaba como un veloz alazán. De igual manera la protocolaria “Marcha Real”, del encierro, sonaba a retreta de “sálvese quien pueda”.
– Por Manuel Abad