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¡Almohadilla de mi vida!

Se dice que la memoria es la inteligencia de los tontos y yo os aseguro, queridos hermanos, que debo ser una persona brillantísima y con un coeficiente intelectual equiparable al genio al que se le atribuye dicha aseveración. Porque de memoria ando escaso y los “papelitos amarillos esos que se pegan” se me caen constantemente cuando decido mirar atrás y recordar algunas vivencias y circunstancias que han marcado parte de mi vida.

Pero desde luego cuando se trata de la memoria cofrade la cosa funciona mejor y atendiendo a la invitación de mi Hermandad, me dispongo a rememorar los tiempos aquellos en los que los costaleros como tales ni existían o, en el mejor de los casos, eran como las meigas… Son los recuerdos de juventud, de ese Rubicón que supone la infancia a la adolescencia, el tránsito natural entre la túnica y la trabajadera, que a la inversa, en nuestra ciudad, no suele suceder.

Como casi siempre me acerqué a “la gente de abajo” de la mano de mi hermano, luchador impenitente por implantar en Ceuta los cánones que regían las traba- jaderas sevillanas. Y la tarea era ardua, ciertamente, ya que la Hermandad de El Encuentro por aquella época estaba constituida en su apartado de costalería por soldados procedentes del querido Tercio de la Legión, cantera obligada (si los pelotones de castigo hablaran) y que, por supuesto, no realizaban estación de penitencia ni cosa ninguna, sino todo lo contrario…

Era evidente que forzar a una personas a coger kilos en su cuello durante un trayecto en aquel entonces bastante considerable (en mis tiempos, y hasta hace bien poco, los pasos subían a la Plaza de los Reyes por la trasera de Las Penas y encaraban posteriormente la temible Carrera Oficial, cuesta abajo), no era producente en aras a realizar una procesión en condiciones. De ahí la importancia de aquel desembarco paulatino de jóvenes cofrades ávidos de formar cuadrillas nada más y nada menos que pal Encuentro. Estaban contados con una mano, literalmente, pero fue un estilete imparable que desgarró la dura carne de la intransigencia para dar paso a un suspiro de aire puro en el argenteo de los respiraderos.

Nadie ha dicho que aquello fuera fácil. Me acuerdo que las igualás brillaban por su ausencia y cada uno se ponía donde podía, que en la mayoría de las ocasiones era donde quería, dados los huecos existentes en los palos, ya que el cuadrante no estaba completo. Era una anarquía consentida que se extendía a “la ropa” de los costaleros: todavía esbozo una sonrisa cuando me acuerdo de aquellas pintas con un pantalón vaquero viejo (el nuevo estaba reservado para vestir de lim- pio los domingos de misa), una camiseta cualquiera, “zapatos” de deporte y, sobre todo, la toalla para el cuello, la maldita toalla que era acompañada también por la almohadilla que se ponían algunos, en un intento estéril por salvaguardar sus cuellos del esfuerzo, los kilos y el dolor; todo lo contrario, ese armatoste en el cogote no hacía otra cosa que colapsar el riego sanguíneo de la columna vertebral hacia la cabeza y viceversa, dando como resultado mareos diversos, hormigueo en el cuello y hombros y unas terribles agujetas en las piernas. Y si a eso le sumamos la cinta de la almohadilla que se clavaba hasta reventarte la frente… Un poema, vamos. Bien pensado, era estación de penitencia pero de las buenas, de las que remendar un corazón pecador, todo dolor y sangre.

Pero claro, esa “relajación” en usos y costumbres también daba imágenes para olvidar. Los pasos andaban de aquella manera, se zarandeaban y cuanto más el burro hacía uno, más aplausos recogía. Incluso, los descansos se transformaban en especies de bacanales de ligaíllo de mistela y tapitas de cabeza de cerdo en el imborrable “Casa Ortega”. Lo malo es que salían veinte y volvían cuatro, por lo que los que no contá- bamos con la suerte de escaquearnos, o simplemente teníamos dos dedos de frente, apechugábamos con el peso de los demás, de cuyas madres al cabo de unos metros no se solía pensar nada bueno. Y me guardo infinidad de anécdotas que me vienen a la memoria, por prudencia o vergüenza, según los casos.

Con la llegada de los jóvenes costaleros, las cosas fueron cambiando paulatinamente y aparecieron los ensayos tras su correspondiente igualá; la ropa era de verdad y se hacía de verdad; las chicotás se medían y se repasaban concienzudamente los itinerarios; las marchas no se tocaban a voleo, todas tenían su sentido; y como consecuencia de este orden metódico, la Cofradía en su conjunto mejoró su aspecto general en la calle, desde las insignias hasta los nazarenos, pasando incluso por las promesas. La juventud llegó también al martillo (no quiero que suene a vanidad, pero mi hermano revolucionó definitivamente el andar del palio y el concepto de salida a la calle) y se ha mantenido hasta el punto de que el padre deja el llamaó al hijo… Ahí es nada la saga Sotomayor.

Afortunadamente la Hermandad cuenta con dos buenas cuadrillas, que también han entendido que las corrías son de otro tiempo y los relevos, por lógica, resultan necesarios. Igualmente, los capataces han encontrado ayudantes, y los contraguías se han incrementado para que no se mueva una flor o se descomponga una marcha. Y si a este compendio le sumamos unos excelentes tramos de nazarenos, un correctísimo cortejo y unos fiscales que se desviven en su cometido (aunque muchas veces nos entren ganas de estrangularlos bajo el antifaz), se constata la mejoría incontestable de la Cofradía en la calle, con unos costaleros que gozan de respeto y, en alguno de los casos, comparten otras trabajaderas en la ciudad dado su buen hacer.

El reto, como me comentaba un día mi hermano Roge, es mantener esa llama viva para no desandar lo andado, volver a escenas otrora indeseables y fuera de lugar en una Semana Santa que se precie de digna. Cada uno pone lo que puede, un hijo, un sobrino, el hijo de un amigo, o el amigo de un hijo… todo resulta insuficiente en unos momentos en los que la juventud se compromete poco con algo o directamente con nada, y peor si es a resultas de sufrir cargando y pasando calor debajo de un paso. Y nos tentamos la ropa cada año para que no se borre nadie, o salga lesionado, o le destinen fuera de Ceuta o tenga que estudiar en Granada. Ese es el envite que afronta nuestra querida Hermandad, y por extensión, todas las que cuentan con costaleros en sus filas.

Porque no nos engañemos, para que el Señor de mis amores lleve la cruz al son del Novio de la Muerte, mientras La Esperanza tira del “Sin Nombre” para arriba buscando el Encuentro; para que Velarde continúe siendo santo y seña cofrade y para que la revirá de “El Bravo” nos siga pareciendo eterna; o para que, ya rasgando la madrugá por los jardines de la Plaza de Africa, los pasos vengan de recogía sin que “les humeen los zancos”; para todo eso, sincera e independientemente de todo, hacen falta costaleros, buenos costaleros, los mejores. Los que tiene la Hermandad de El Encuentro.

Venga de frente… siempre!

– Por Juanjo Cerro Muro

Juanjo Cerro Muro